Opinión

Miradas con duende

Ciertamente. Hay muchas maneras de enamorarse: de vista, de oídas, en una cita a ciegas (first date), a través de una medianera (figura de la consagrada Celestina), e incluso por medio de cartas escritas a mano, en donde la caligrafía da forma a un discurso seductor. Cautiva y mueve el deseo de la unión desde la distancia. Tal como vimos recientemente a través de la correspondencia mantenida entre dos grandes maestros de lo Filología española: María Rosa Lida y Yakov Malkiel. La carta es a  modo de una conversación en privado; un diálogo mantenido entre ausentes. Debe responder al famoso dicho de Juan de Valdés en Diálogo de la lengua:  «escribo como hablo». Y dada su espontaneidad y efímera inmediatez, los epistolarios no han formado parte del canon literario. Escrita a prisa, la carta con frecuencia se redacta desnuda de artificios retóricos, como las de Santa Teresa de Jesús dirigidas a sus monjas. 

La carta que enamora está también mediatizada por el tiempo que transcurre entre quien escribe y quien contesta, quien asume el mensaje y la respuesta. La mediatiza también su contenido cuya fragilidad depende en que los motivos que la originan no se hayan alterado; también el papel, la tinta, la caligrafía, la firma, el enunciado, las fórmulas amorosas y de cortesía. Y el sobre que la contiene. De ahí su frágil enunciado y duración en el aquí y en el ahora de lo escrito. El ahora del acto de escribir acentúa la evanescencia del momento, ante la experiencia del entonces y la incertidumbre del mañana. Las cartas de amor son a modo autobiografías mínimas, en retazos.

Expresiones de afecto que trazan la subjetividad afectiva de quien escribe, a modo de un conjuro recreado al ser leído en privado. En la mente de quien lee se deletrea línea a línea la figuración idílica, seductora, de quien escribe. La carta amorosa es una valiosa moneda de intercambio en las relaciones eróticas. E instrumento celestinesco que invoca lo prohibido en alas del frágil papel. Es uno de los mejores medios para asentar o describir una amplia cartografía del sentimiento amoroso, que conjura y atrae con breves declaraciones de amor. El galán (siervo) se sitúa ante su dama (señora) como leal servidor. La voz de uno funciona en la carta que responde a modo de un dual instrumento comunicativo, archivo de afectos amorosos y de memorias. Se altera su mensaje (producto) que perece al ser leído (consumido). Y se sitúa también en el linde de la autobiografía (se habla de uno), en el doble juego entre la configuración teatral de la personas en forma de sutil pose performativa.

Una carta seductiva es igual que una mirada fija, cautivadora, mágica. Una mirada con duende. Irresistible. Lo dejó asentado Platón: la belleza entra por los ojos. Sobrecoge al amado perplejo ante una intensa pasión que no comprende.  Lo explicó muy bien Dante en La vita nuova al describir su encuentro con Beatriz en el puente de la Santa Trinidad de Florencia, al lado del río Arno: «como embriagado me aparté de la gente y corrí al solitario retiro de mi estancia, y me puse a pensar en dama tan cortés». La imagen física de la amada puede ser sustituida por el retrato, por la representación visual de una persona que nunca se ha visto. La imagen remite al ser vivo y al diálogo entre la carta que se escribe y la que se contesta. 

Distinto es el amor de oídas. La voz que dulcifica la imagen de la persona que no se conoce, realzando sus virtudes y sus fortunas. La descripción, que llega de oídas a través de la voz, da visibilidad a lo desconocido: el amor a una dame jamais vue. «El amor distante y la dama ausente se convierten en manifestaciones exaltadas del sujeto masculino en su afán de demostrar su cortesía al imponerse y al mismo tiempo sobrepasar las barreras y los obstáculos más difíciles», escribe Luis Avilés en su reciente monografía Avatares de lo invisible. Espacio y subjetividad en los Siglo de Oro (2017). 

Caso ejemplar el de Don Quijote, el gran enamorado de oídas de su Dulcinea. Le confiesa a Sancho (I, xxv): «Dulcinea no sabe escribir ni leer y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin entenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre desto ojos  que han de comer la tierra no la he visto cuatro veces . . . ». El amor de oídas es en Cervantes el juego paródico de una idílica aparición (Dulcinea) que se transforma en boca de Sancho es una rústica Aldonza: «moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho» (I, xxxvi), con un «olorcillo algo hombruno», «sudada y algo correosa». 

(Parada de Sil)

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