Opinión

Pisando otras huellas

Lo había señalado con acierto Pedro Salinas: las dos grandes revoluciones en la lírica hispánica le pertenecen a Garcilaso de la Vega y a Rubén Darío. Garcilaso incorpora, asimila y establece una manera de ser, de pensar, de hablar líricamente. Introduce toda una convención de motivos y cánones líricos: la memoria como nostalgia dolorida, el rostro de la amada como silueta descriptible, la anécdota del encuentro amoroso y carnal, sublimada como mito, el desgarro afectivo en moroso endecasílabo, que cuenta y canta, y que sutilmente evoca y convierte en dolor y llanto lo brevemente evocado. Aporta a la modernidad la dual escisión de un yo doblado en múltiples otros: pastor, cortesano, galán, militar, humanista, amante. Es una maravillosa ventana por la que penetran múltiples brisas líricas: Cancioneros del siglo XV, Ausias March, lírica provenzal, clasicismo bucólico y moral. Y Petrarca de la mano de Laura (Canzoniere), una biografía entrelazada en sutiles metonimias vivenciales. Convierten el arte de Garcilaso en toda una gran Officina poética. 

Con gran ductilidad y maestría, este gran artesano del ritmo métrico pasa del soneto a la sextina, a la octava real, a la terza rima, a la lira y a la estancia para volver de nuevo al soneto. Éste, al compás con coplas castellanas, permanecerá como el gran patrón métrico para quienes intenten cifrar su voz en tan rígida medida. El callar como disimulación de un amor en secreto, el recato frente a la declaración de amor, el silencio a modo de paradójica confesión, son parte del virtuoso andamiaje que bordea el espacio textual llamado “Garcilaso”. Un deslumbrante monumento que se erige al sentimiento y a las voces íntimas de la subjetividad. Es el primer gran poeta que describe el mapa de las querencias vivenciales del ser humano: amor, desdén, soledad, ausencia, celos, dolor. Da un paso gigantesco hacia la modernidad. Al igual que Góngora, podemos aún hablar de un pos-garcilasismo de la mano de Pedro Salinas (La voz a ti debida), Pablo Neruda (Veinte poemas de amor) y Octavio Paz (Libertad bajo palabra). 

No tan solo el mapa anímico lo que altera Garcilaso; es también el espacio y la naturaleza. Nuevas brisas, señeras y bucólicas, desplazan el alegórico espacio, hosco y agreste, de los cancioneros amorosos. Opulencia sensual, plasticidad, cromatismo, asentados arquetipos cósmicos, musicalidad y simpatía emotiva hacia la naturaleza, “que no solo escucha las manifestaciones del sentimiento humano sino que exterioriza su reacción emotiva ante ellos”, escribió Rafael Lapesa. Revierte la representación iconográfica del hombre y del mundo medieval, visto peregrino, en espectador de su propia presencia, reflejada en espejos de sí mismo. 

La herencia del Canzoniere de Petrarca es ineludible. Rompe con el pesimismo agustiniano y con el conflicto entre amor y belleza. Asienta el amor, sensual, platónico y hasta erótico, de un hombre hacia una mujer. Los trazos del bello paisaje reflejan la belleza seductiva de Laura. La memoria desoladora, el recuerdo como tormento, el agudo sentido del tiempo que pasa, incompasivo, forma parte del respirar lírico de Garcilaso. Recordar la experiencia vivida no es tan solo recobrar la historia; es evocar, recreada en el tiempo, a modo del mórbido culto a la imagen de la amada ausente. La subjetividad es ahora la medida del tiempo cronológico. Recordemos los grávidos versos de Petrarca, teñidos de leve melancolía: La vita fugge e non s’arresta un ora, y también I’ vo pensado e nel pensier m’assole” Y ésta vida se va dilucidando en el moroso discurrir de endecasílabos y heptasílabos. 

El análisis de los varios estados del sentimiento fundan una nueva identidad y contribuyen al descubrimiento del individuo que, a la par con la naturaleza, son los dos pilares del Renacimiento. El amor también se siente de la mano de Marsilio Ficino, de León Hebreo, de Castiglione. Este platonismo trasciende la idea de la perfección cósmica. Se contempla lo exquisito de las aromas; se disfruta de la frondosa verdura del bosque, del trasparente fluir de aguas y corrientes, del murmurio del follaje. Se establecen los grandes mitos animistas: rocas, árboles y animales se conduelen ante el sufrimiento de quien lamenta una ausencia. El resurgimiento del pasado clásico se percibe metafóricamente a través de vestigios, huellas, ruinas, textos, palimpsestos. “No sed de fama: sed de vida”, escribe Octavio Paz.

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