Opinión

Yo también fue monaguillo

Cuatrocientos años de piedra sobre piedra. Amplia escalera señorial, largo corredor balaustrado, abierto sobre un patio central. Esbelta arcada y portalón. Sobre la piedra angular, la fecha de la construcción, un 1629, creo recordar, ya desfigurada. Una puerta lateral da al bajar las anchas escaleras a la entrada del cementerio que bordea la parte sureste de la rectoral. Su pétrea estructura rectangular con ángulo recto semeja la casa grande de la zona, a medio camino de ser un pazo rural. En su parte lateral, la distingue un grávido torreón defensivo en forma de apretado semicírculo, con un ventanal en lo alto. En frente, el espigado campanario. Tumbas cavadas en piedra se linean sobre la parte lateral de la rectoral. Y se continúan formando un semicírculo como queriendo rodear la iglesia. Rectoral, cementerio e iglesia en el centro del Concello de Parada de Sil. Espacio único, en grave concordia entre los que fueron y aún son. Sorpresa para el visitante.

La casa rectoral de Parada de Sil deja de ser rectoral. Muy pronto, y finalizadas las obras, un mini-parador de lujo, y cuatrocientos años de vivencias e historias pulverizados. Vistas deliciosas, en los días claros, de la Ribeira Sacra: valle de Lemos, tierras de Caldelas, altos de la Sierra de Courel. De espaldas, Cabeza da Meda, y no muy lejana, la cima de Triguas con su recogida ermita. El conjunto arquitectónico de la rectoral ha ido deteriorándose, acechado por una ruina que el tiempo y la desidia aseguraban. Fue en mi niñez un activo encuentro del párroco con sus feligreses, a modo de consejero, confidente, y hasta de patrocinador. Recomendaba, escogía y alentaba a los muchachos que asumía como futuros seminaristas. El paso inicial: monaguillo a tiempo completo. 

Durante cuatro largas décadas rigió la parroquia don Tomás, bajo, regordete, sabio en latines, amante de ritos y confesiones, del chocolate espeso y de la rosquilla dulzona. Siempre vistiendo su sotana, ampulosa, y sus botas de media caña. Cada mañana, sonaba la campana al romper el día, y a su lado el pequeño monaguillo, con apenas ocho años, saliendo de la oscura sacristía hacia el altar. Ya en la sacristía, desvestido de su cíngulo y alba, musitando el último rezo, despachaba al monaguillo con una “perra gorda”, expresión coloquial con el que se denominaba la moneda de diez céntimos de peseta (un can), o dos de cinco céntimos, “dos perras chicas” (cadelas), acuñada en aluminio. 

Ágil como una avispa era su criada, la señora Pilar. Velo negro, mirada entretenida e inquieta, seguía los rezos del clérigo desde la primera fila de la iglesia, a pie del altar. Y con él formaba coro en los rezos litúrgicos más destacados. No menos, en los alargadas letanías que cerraban el rezo del rosario, o del Vía crucis. Formaba parte del coro que, a varias voces entonaban las Hijas de María los días de misa solemne. Enderezaba los rezos y reclamaba el buen tono de los cantos. Desde el altar, el párroco seguía la voz dulzona de su criada. 

Tremendo el misionero que llegaba a la parroquia los “días de misiones” (Semana Santa). En el alto del púlpito, moviendo agitadamente un pequeño Cristo, aquel misionero (fraile capuchino) acusaba, imprecaba airado, se alzaba sobre la punta de sus sandalias, bajaba la voz, se izaba de nuevo para amenazar con la condena eterna. Dia irae. El silencio era profundo. Apenas se oía el murmullo de algunas devotas. Los severos rostros de los hombres, acomodados en la parte trasera de la iglesia, se sorprendían al ser acusados de verdugos de una víctima inocente. 

La oscura sacristía infundía temor al monaguillo ante la tímida luz invernal. Ayudaba al párroco con su vestimenta: alba, cíngulo, estola, casulla, variando de color con el período litúrgico. A media mañana, los días sin escuela, reunía en la gran sala de la rectoral a media docena de muchachos, algunos ya seleccionados para el seminario diocesano. Los instruía en los rudimentos del latín: declinaciones, verbos en voz activa y pasiva, formas del gerundio, régimen del acusativo, pronombres, demostrativos. 

El final de doña Pilar, su criada, amiga del edulcorado licor café, ebria en sus últimos años, pereció chamuscada una noche de luna llena, otoñal. Dicen que se oyeron aullar los perros toda la noche. Una vela no apagada, un jergón de lana reseca, denso humo no sofocado, cuerpo chamuscado. El olor se extendió por la zona alta del cementerio, pegado a los muros de la rectoral. Don Tomás se fue languideciendo. Apenas sin vista, de lento andar, seguía resuelto a no abandonar su puesto. Con enfado y genio, los enfrentamientos con el sustituto fueron celebrados: codazos, zancadillas, empujones. Le tensión entre ambos célibes, el viejo y el joven, se seguía con sorpresa por las Hijas de María; con satisfacción por los pocos partidarios de sus prédicas lentas y monótonas. 

La historia de la vieja rectoral de Parada de Sil, perdida como otras muchas en la sombra de los tiempos, sin historia, ya nunca será lo que fue. El rezo penitencial del viejo abad quedará transformado en ocio del buen vivir corporal. Sic transit [. . . ]. 

(Parada de Sil) 

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