Opinión

Bonjour tristesse (Buenos días tristeza)

La lectura entre sombra y sombra, o mejor, entre vela encendida y vela apagada, de la novela Bonjour tristesse (Buenos días, tristeza) de François Sagan, que circuló traducida por España en los años cincuenta del pasado siglo, me costó la expulsión. Era uno de los textos prohibidos, como lo eran los escritos de Miguel de Unamuno, las tragedias de García Lorca, al igual que Sartre, Camus et alii. Cursaba segundo año de filosofía en el Estudio General de los Dominicos, en Granada. Y la rabiosa escolástica estaba reñida con la imaginación creativa. Me escocía el ansia de lectura y más si era prohibida o severamente vigilada. Mereció la pena. Merodeé por Madríd durante meses camino del periodista que nunca llegó a ser. La joven autora, Sagan, con apenas dieciocho años, develó con su título el juego impecable de un mènage à trois: la ausencia de la madre, la brutal amoralidad del padre, y el fondo simbólico del mar y del sol que ayudaron a hilvanar la existencial confusión de una joven, a medio camino entre la pubertad y la mujer adulta. El título causó furor. Deriva de unos versos del poema À peine défigurée de Paul Éluard: Àdieu tristesse / Bonjour tristesse.

La tristeza, la depresión, el sentimentalismo agónico, la melancolía, el lado oscuro de la vida, ha sustituido el joie de vivre de la culta Francia por un obsesionado mirarse al ombligo. De acuerdo con Le Monde, el nuevo lema de la Francia defensora de los derechos humanos es Liberté, Égalité, Morosité. Francia es uno de los países del centro de Europa con uno de los índices más altos de suicidios. Con un suicidio se cierra el relato de Sagan. Los sociólogos indican que la mayoría de los franceses sufrirán un episodio de profunda depresión en algún momento de sus vidas. Un pueblo de por sí infeliz. No se asocia ni con su lengua, ni con su economía, su desempleo, ni siquiera con su Francia. De acuerdo con Claudia Senik, prestigiosa economista en la Escuela de Economía de París, la infelicidad del francés tiene que ver con eso: con ser francés. Y la define como un sorprendente puzzle, no fácil de explicar. De hecho, la lengua francesa es rica en sinónimos que se asocian con tristeza: morosité, malheur, chagrin, malaise, ennui, mélancolie, anomie, désespoir.

Entre 1789 y 1814 se sucede en Francia la caída de su Antiguo Régimen, la disolución de la Monarquía, el periodo de Terror y la pérdida del imperio. Con el Romanticismo, de Baudelaire a Chopin, la nostalgia por un pasado que no vuelve se enrarece en leve melancolía. La define Victor Hugo como “la felicidad de estar triste”. Es su mejor compañera, afirma Baudelaire. El poema “Melancolía” de Victor Hugo es lectura obligada en los liceos franceses. Mal du siècle definió Chateaubriand el período en el que ubica su novela René, que ve la luz en 1802.

Cécile, la joven protagonista de Bonjour tristesse, inicia se relato con sulfúricos lamentos: “A este sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza”. No es cuestión de nostalgia sino de tedio, náusea El extranjero de Camus y, paralelamente, del negro concepto del absurdo. Surge todo un movimiento (el existencialismo) que agrupa a dramaturgos como Jean Anouilh, al romano-francés, Ionescu y al irlandés Beckett en Esperando a Godot. El tedio (ennui) era una forma de vida; una filosofía. La novela histórica de Víctor Hugo, Les Miserables es un lejano remedo de presentar un pasado entre luces y sombras. El optimismo, ya a mediados del Siglo de las Luces, y de manos de Candide de Voltaire, es la forma de insistir en que todo va bien pese a la propia miseria.

El tan arraigado triunfalismo de la cultura norteamericana tiene su correspondencia en el negativo racionalismo francés: Dudo, por lo tanto existo, eco lejano del Cogito, ergo sum cartesiano. Ante la pregunta ¿qué tal va todo? del americano, la respuesta, consecuente con a positive attitude, es ¡Oh, wonderful! La negatividad, la auto-reflexión, la crítica de los males de uno mismo y de la sociedad, ha originado en Francia una gran escuela de filósofos, que se consideran como tesoros nacionales. Tal vez es el menor precio a pagar por esa constante duda que implica la furiosa búsqueda de verdades universales difíciles de definir y menos de resolver.

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