Opinión

Recuperando los mecheros de Woodstock

Los símbolos de la escenografía de las campañas son ahora arqueología política. Ya no queda ni el habla del pueblo. 

Después del mayo del 68, hecho al que la literatura posterior se encargó de agigantar, llegó Woodstock un año después. No tenían nada que ver, efectivamente, pero el contexto generacional era el mismo. Ambos hechos fueron muy sublimados, sobre todo porque los recuerdos son más agradecidos que la propia vivencia, sencillamente  porque modulan lo desagradable y redondean las aristas. Sea como fuere, se han ganado un lugar en la historia, esa hornacina en la que ponemos nuestras divinidades de todo tipo.

El festival de Woodstock iba para festival de música y se convirtió en un icono del movimiento hippie por donde corrieron sustancias de todo tipo, no alimenticias precisamente. La mitad de la muchedumbre iba como un sabueso siguiendo el rastro de esas sustancias y la otra mitad iba por la música. O a lo mejor todos iban para hacer el amor y no la guerra. Más de 200.000 almas el segundo día de concierto y aquello rompió la mejor de las previsiones. No había energía eléctrica suficiente. Uno de los cantantes, como no veía al público que tenía delante, les pidió que encendiesen sus mecheros. Dicen las crónicas que nació ahí la costumbre de encender los mecheros en los conciertos de música, luego sustituidos por pequeñas bengalas. Las cosas cambiaron mucho porque pasamos de lucir el encendedor en los directos de Jimi Hendrix a ver las bengalas en la verbena con la orquesta Panorama. 

Todo ha cambiado, también el romanticismo de los recuerdos. Algún mítin de Felipe González se iluminó con las llamas de un Zippo, que no había quien los apagase, como al Isidoro de la clandestinidad cuando llegó al poder. El humo en los mítines cegaba los ojos, como la canción de los Platters y los mecheros lucían como en los conciertos de Lluis Llach o Serrat. Bueno, también en los de Fuxan os Ventos o Benedicto y Bibiano. Se acabaron los mítines de gran formato, los pasquines que volaban desde la ventanilla del coche, la pegada masiva de carteles cada noche, las caravanas haciendo sonar las bocinas. Se acabó hasta el "Habla Pueblo Habla". Todo eso es hoy arqueología política y de la comunicación. Por eso, ver a una diputada vociferar en una furgoneta a los viandantes para que acudiesen al mitin del candidato me resultó enternecedor. A punto estuve de encender el mechero a su paso.

Te puede interesar