Opinión

Las banderas no abrigan

Creo honradamente que la derrota y la humillación del independentismo rebelde es un camino muy peligroso para salir del avispero catalán. El encarcelamiento de dos líderes soberanistas a petición de la Fiscalía, que aun siendo una decisión legítima decretada por una jueza parece manifiestamente desproporcionada, no mejora el clima social en el que el Estado debe actuar.

No deseo que mis representantes sigan permitiendo que una parte del Estado como el Govern vulnere la ley de ese mismo Estado al que representa y pretenda instaurar otro ordenamiento legal, que también vulnera a conveniencia con el cierre del Parlament o la liquidación de los derechos parlamentarios de las minorías. No quiero que el delirio independentista me arrebate la Catalunya de Serrat, de Marsé, de "Últimas tardes con Teresa" y "Si te dicen que caí". La de Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón (que los madridistas recitábamos, ay, de memoria y con envidia). La de Terence Moix y Eduardo Mendoza. La de Pla. La de Gaudí y Miró. La de Barcelona-92. La de la Moreneta y la Caballé. La de Pau Casals. Esa Catalunya plural, mestiza y hermosa que siempre fue, que es parte de mi patrimonio vital y es tan mía como de Junqueras o de quienes se proclaman sus únicos dueños. 

Si no tuviera razones de afecto y sentimiento, me sobrarían otras razones para rechazar el independentismo burgués que sacude Catalunya. Razones políticas, porque es inaceptable buscar la desigualdad entre territorios para ensanchar la feroz desigualdad entre las personas generada por el capitalismo moderno. O razones históricas, pues de Alemania a los Balcanes la historia demuestra que el soberanismo supremacista empieza por un estado de efervescencia social preludio de nada bueno. 

La inacción suicida del Estado en las últimas décadas ha permitido que esa efervescencia social desencadenada por los irresponsables impulsores del “procés” alcance a la mitad de la población catalana, y ese dato -igual que el de la otra mitad- determina cualquier solución que pretenda ser razonable. No me preocupan los contumaces dirigentes del independentismo histórico -ERC- o sobrevenido -PDECAT- sino la población legítimamente independentista. 

Es urgente, pues, que el Estado actúe para restablecer el orden institucional, pero debe hacerlo con la mayor serenidad y el menor daño posible. Tal vez antes del último arrebato que lo dinamite todo sería razonable explorar la convocatoria de elecciones autonómicas como una vuelta efectiva a la legalidad constitucional y como una salida honorable para todos. 

Porque si a las esencias evanescentes de la revuelta “estelada” se contraponen sólo ley, autoridad y -lo que es peor- otras esencias patrióticas de bandera al viento, el horizonte seguirá oscureciéndose. Y cuando Catalunya de hunda, se hundirá España. Y cuando se vaya la última empresa de Catalunya, España será más pobre. Y cuanta menos libertad haya a un lado, menos habrá al otro. Y cuando una de las dos Catalunyas y una de las dos Españas vuelvan a helarnos el corazón, será tarde para comprender -como algún sabio anónimo ha gritado en medio de la confusión de estos días- que las banderas no abrigan.

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