Opinión

El Pokemon de nunca acabar

El interminable caso Pokemon que ahora cumple tres años –durante los que ha liquidado al alcalde socialista de Ourense con más apoyo en 2011 y al gobierno municipal del PSOE en la ciudad, y arrastrado por el lodo social a cientos de personas, zarandeadas sin pudor en los púlpitos tertulianos que infestan buena parte de los medios de comunicación- revela los síntomas de una sociedad enferma, que tendrá que corregir muchas cosas si quiere alcanzar los estándares mínimos de una democracia limpia en un Estado de Derecho.

Tolerancia cero a la corrupción, por supuesto. No se trata de aplicar todo el peso de la Justicia contra quienes contravengan las leyes, porque eso está fuera de toda discusión. Se trata de que la Justicia no se convierta en justiciera, que responda de sus actuaciones como cualquiera de los otros poderes del Estado, y que justifique, por ejemplo, la ingente cantidad de dinero público que gasta en instrucciones interminables que acaban en nada.

Tolerancia cero a la corrupción, por supuesto, y con toda contundencia. Pero con el equilibrio y los controles de solvencia profesional necesarios para no romper cosas que no tienen repuesto, ni arrojar toneladas de basura sobre personas honorables –mientras no se demuestre lo contrario- en nombre de un furor anti-corrupción que pone en la picota a un ciudadano por aparecer, por ejemplo, en un listado de regalos de empresa, o pincha su teléfono durante meses “a ver que sale”, bordeando los límites del artículo 18.3 de la Constitución que garantiza el secreto de las comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas (“salvo resolución judicial”, por supuesto, que en todo caso debería estar justificada sin la menor sombra de menoscabo a un derecho civil fundamental).

El caso Pokemon tiene, además, connotaciones inquietantes en relación a la celeridad de la Justicia o a la utilización de los medios estrictamente necesarios y proporcionadas para alcanzar su fin. Cuando un juez decide sobre derechos civiles fundamentales como la libertad o el buen nombre de las personas, estaría, en efecto, más obligado a esa mesura, y no parece que eso se corresponda con alguna de las más sonoras actuaciones de este caso, como la violación sistemática del secreto del sumario por poner sólo un ejemplo palmario. Pero, más allá de eso, lo alarmante del caso Pokemon es que se parece cada vez más al no menos famoso caso Campeón que también salió de un juzgado de Lugo. Aquel Campeón de infausto recuerdo sometió a un calvario mediático y a un linchamiento social inaudito a personas relevantes como el ex ministro Pepe Blanco, y después de tres años de sufrimiento para los imputados quedó en nada.

No sé lo que saldrá del Pokemon, pero huele a Campeón que apesta. En todo caso, algo deberíamos haber aprendido, y no estaría de más un poco de prudencia, considerando que los daños causados suelen ser irreparables. Por mi parte considero que todos imputados son inocentes de todos y cada uno de los cargos que les imputan, como ellos mismos han declarado. Esto, que parece ir contracorriente, es un principio básico del derecho en una sociedad civilizada: cuando una persona es acusada no podemos lincharla en la plaza pública para que demuestre su inocencia. Es el juez –en este caso la jueza- la que está obligada a concluir una instrucción que por interminable produce un daño injusto, y un tribunal el que debe probar, sin sombra de duda, sus acusaciones.

Después de tres años, va siendo hora.

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