Opinión

TREINTA AÑOS

Una parte importante de los ciudadanos no habían nacido o tenían muy pocos años aquel 23 de febrero de 1981 cuando un grupo de guardias civiles encabezados por el teniente-coronel Tejero irrumpió en el Congreso cuando se estaba votando la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo y secuestró durante dieciocho interminables horas a los 350 diputados que ocupaban sus escaños. Esos jóvenes de hoy quizás se habrán quedado sorprendidos si durante el pasado fin de semana se han acercado a los quioscos y han podido leer las diferentes entrevistas y reportajes que se han publicado en torno a aquella fallida intentona de golpe de Estado. Esos mismos jóvenes quizás piensen que bastante tienen ellos con sobrellevar su seguramente precaria situación laboral, como para preocuparse de lo que pasó nada menos que hace tres décadas.


Sin embargo, aquellos hechos, con una democracia todavía muy en mantillas, revistieron una enorme gravedad. Fue un intento de modificar mediante el empleo de la fuerza el orden constitucional que los españoles nos habíamos dado apenas tres años antes al aprobar la Constitución de 1978. La imagen de un guardia civil en 'estado puro' -bigote, tricornio y pistola en mano- gritando desde la tribuna del Congreso aquello de 'quieto todo el mundo' o 'se sienten coño' dio la vuelta al mundo y ha sido uno de los momentos más penosos y tristes de nuestra historia reciente.


Pero visto ya con esa perspectiva que proporciona el tiempo, es evidente que aquel fallido intento de golpe de Estado sirvió también para que los españoles tomaran conciencia de que la democracia había que conquistarla y consolidarla día a día y que esa era una tarea de todos. La gran reacción ciudadana que se produjo tras el 23-F trajo consigo un cierre de filas en torno a las instituciones democráticas, una mayor conciencia en los partidos políticos de que había que aparcar las luchas partidistas y buscar el entendimiento en las cuestiones importantes y, sobre todo, sirvió para que el Ejército que hasta entonces tenía la consideración de un poder fáctico, asumiera que su papel tenía que estar supeditado al poder civil.


En estos días en que se recuerdan aquellos hechos, la imagen de Adolfo Suárez sentado en el banco azul, negándose a esconderse debajo del pupitre del escaño, como hicieron el resto de diputados salvo Santiago Carrillo, mientras que Tejero vociferaba desde la tribuna de oradores o saliendo físicamente en defensa del vicepresidente Gutiérrez Mellado cuando era zarandeado por unos guardias civiles, resume de forma perfecta la gallardía y la dignidad democrática de quien tuvo la complicadísima misión de pilotar la transición política en España. Me parece de justicia recordarlo, cuando el protagonista de aquellos hechos se encuentra presente en vida, pero 'ausente' entre nosotros debido a una grave enfermedad.

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