Opinión

Aquella redacción de los 60

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photo_camera En primera línea, Chicho Outeiriño, Arturo (Ruko) Lezcano Tabarés y Enrique Reza Castro. Por detrás, Alejandro López Outeiriño, Luis Padrón Vaamonde, Manolo Rodríguez Rey y Francisco Álvarez Alonso.

Podría estar precedida por la redacción de los 50 en la que el humo lo presidía todo. Era como entrar en estación ferroviaria y sumirse en el vaho de las máquinas de vapor. Don Vicente Risco escribía a mano sus "Horas" entre cigarrillo va y cigarrillo viene, echando un vistazo a todo cuanto entraba a través de sus gafas de culo de vaso; Julio V. Gimeno, también de gruesas gafas, escrutaba la larguísima cinta de hell, pitillo en mano,  para componer en una cuartilla la noticia, al retorno de un café en La Mejicana; Isidoro Guede ejercía de redactor jefe; Ángel Huete ya mostraba maneras que le iban a catapultar fuera del periódico, y el director, Ricardo Outeiriño, devoto también de los cigarrillos liados, aumentaba la humareda. A veces para los que de fuera llegaban resultaba imposible localizar a tal o cual redactor. Era cuando alguno llegado de la administración del periódico abría las ventanas que daban a la entonces calle de Alba y todo se aclaraba. Las escupideras eran habituales porque aquellos pulmones muy castigados por los cigarriles vahos, más miasmas acumulaban.

Trasladada la redacción a nuevo e interior edificio ya en nada se parecía al dejado década atrás. El humo del tabaco, aunque se seguía fumando, ya no presidía el gran salón de la redacción, y desde talleres donde las linotipias trabajaban a todo ritmo con esos insuperables Serafín, Caliebre, Juanichín… subían las pruebas a la redacción mientras el teletipo que había sustituido al hell vomitaba noticias de la agencia EFE, nacional; la UPI para internacional, y para deporte, ALFIL. Era un incesante trepidar al que se unían las máquinas de escribir tecleadas por docena de redactores así que había como permanente runrruneo entre tecleados y el infatigable teletipo. El director, Ricardo Outeiriño, componía sus diarios "Márgenes" con pluma estilográfica, aunque alguna concesión hacía a la  hispano-olivetti de escribir desde su despacho, pero las más de las veces sentado en una mesa al exterior para saludar a amigos y colaboradores y nunca atendiendo el teléfono que cosa infernal consideraba, de tal modo  que incluso proponía al más próximo, aunque de fuera venido, a descolgar aquel para él extraño artefacto. La gente de la cultura se daba una vuelta por allí; Manolo Rey era ese experto en construir historias relacionadas con la Justicia porque él llevaba los casos penales; se las componía como pocos, por oficio y cualidades componiendo una historia; Francisco Álvarez Alonso nos pasmaba que a diario tuviese temario suficiente para su "Sobre la Marcha" en el que también oficio y saber hacer; Ángel Huete, o ido o a punto de recalar en Faro de Vigo del que director llegó a ser; el fotógrafo Enrique Reza, recién aterrizado de Barcelona, apenas paraba en redacción porque siempre buscando actos de toda índole a los que poner su foto, y a bordo de su moto vespa si algún desplazamiento más allá de la ciudad; aterrizaba Luis Padrón, a la sazón corresponsal en Carballiño, al que algo vio el director para reclamarle a Ourense para que luego se ocupara de múltiples facetas con su particular filosofía y clara competencia; era cuando recibimos a Ruko Lezcano en el que intuía el director maneras para el periodismo y que pronto inmerso en una sección e integrándose en labores cinéfilas y privilegiado por Risco entre sus artistiñas como llamaba el polígrafo a esos jóvenes de la élite cultural ourensana ya fuesen literatos, pintores, escultores y con los que diaria tertulia cafetil en el Voltaire; Segundo Alvarado alternaba la redacción con oficio en institución provincial, o también con labores de dirección teatral, y era de tan prolífico que haría exclamar al mismo Gimeno: "Este Alvarado si lo dejáis hace él solo el periódico, y capaz de ello"; era cuando Julio Vázquez Gimeno ganaba el premio nacional de Humor y se consagraba con la novela de ciencia ficción y escribía sobre Arturo Baltar, el escultor, uno de los más notables monumentos periodísticos que pudieran hacerse, sobre ese etéreo artista, que podría vagar con una tribu de gitanos por A Limia o hallarse metido entre su terracotas y esculturas en su estudio de Os Muiños: Alejandro López Outeiriño, Alejandrito, primo, que así le llamábamos para diferenciarlo de tantos Alejandros como en la familia dados, podía ser el arquero de las espadas en alto, imprescindible en cualquier deportivo evento, y el redactor jefe Isidoro Guede, que entre la música y sus muchos temas de moral religiosa tenía siempre la pluma certera para cualesquiera temas tratase, ejercía, además, como de enviado especial al gobierno civil o Ayuntamiento, representando al director que huía de los actos institucionales como de la peste. Y yo intentando abrirme paso en las letras que en las leyes un poco antes. Se caían a modo de becarios, Platero que de tan perfeccionista escribía folios de los que unos cuantos se iban a la papelera; Sobrado Palomares, que ya apuntaba miras y alcanzando las cimas periodísticas en la capital; Ramón L. Acuña, ligado desde París a este periódico, batía todos los techos de altura y parecía mirarte desde la cima con cierto desdén, y así fueron llegando otros más. En la redacción de noche seguía el trepidar del teletipo, apenas si el teclado de la máquina y los redactores a titular lo que llegaba al límite del cierre.

Así era aquella redacción que con el paso del tiempo sustituyendo fue el rumor de los teclados y teletipos por el silencio de pantallas, teclados, ratones…

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