Opinión

Don Florencio y el San Benito de Coba de Lobo

Allá por los rigores de aquellas canículas, un 11 de cada julio, al menos una casi decena de los quince hermanos que éramos nos ponía nuestro padre en marcha para llegar a pie a los altos de San Benito, por las tierras de Parada que decían de Piñor. El premio, una comida con todo el clero invitado en la sacristía de la iglesia, pero lo que más nos estimulaba eran las riquísimas cerezas traídas no se sabía dónde.

En la subida por esos caminos, algún tramo de carretera, siempre nos encontrábamos con un vecino, que más elegante que un Gatsby venía calzado con zapatos lustrosos y de dura suela, impecable con su corbata. Era Pepe, un retornado de Cuba, vecino tras el río y al que nosotros por su elegancia decíamos Pepito Serrano, nombre acaso puesto por nuestra madre, que era muy fecunda en motes, y, además, atinados. A Pepito siempre lo encontrábamos, año tras año en el mismo punto, como si de acuerdo, pero no había tal y todos boquiabiertos por la coincidencia anual.

En el santuario, aun llegábamos a la misa solemne de las 12, que nunca oficiaba el cura Don Florencio y si los arciprestes vecinos, como si él, que no lo era y si confesor del seminario, fuese el super arcipreste, tal categoría tenía, y ganada por su carácter que le llevaría a rechazar besar el anillo que el obispo le ofrecía luego de una fuerte discusión, diciéndole: Quíteme de ahí ese ferriño. Un carácter tal que en el púlpito arengaba a los presentes a que soltasen su donativo, como obligándoles. Don Florencio, que había cursado en el seminario gracias a que unas señoritas de Taboadela, en A Rabeda, a las que traía chocolate de la ciudad para sus meriendas vespertinas, le pagaron los estudios; era ese cura geniudo, pero de un gran corazón, que nos traía las castañas pilongas diciéndole a mi madre: Estas son pra os pitiños.

Después de la misa, un interregno en el que tras sacristía nos divertíamos con Pepiño, un protegido del cura que iba para seminarista… y terminaría casado, mientras Genoveva, el ama del cura, preparaba la comida para una treintena de comensales. Allí, en la sacristía se sacaban los fuegos o cohetes y Pepiño, cigarrillo en mano, los lanzaba con gran estrépito. Un milagro que no estallásemos como en pirotecnia.

Comida empanada, carne o caldeiro, pulpo, que aun con los calores todo pasaba, y las sabrosísimas cerezas, bajábamos por Cabeza de Vaca donde alguna banda de pueblo hacía las veces de orquesta y recogía a algunos de nosotros.

Nunca nos vimos en el Penedo do Tangaraño, porque ya un tanto abandonada la costumbre de ir con tres Marías y pasarse al paralítico por la piscina bajo la gran roca diciendo: María, ahí che vai o tangaraño. Y así hasta tres veces. Se cambiaban las ropas del tullido, se tiraban allí mismo y  se ataba una xesta. Si al año siguiente aparecía seca, el niño paralítico no curaba. 

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