Opinión

En bici por los Castros y aldeas

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photo_camera Uno de los caminos transitados por los bikers en las cercanías de Barbadás.

Salgo una luminosa mañana para adentrarme por esos pinares que surcan más de veintena de pistas forestales, allá por los 500 metros de altitud de los llamados Castros de Trelle. Por allí cerca los soldaditos de posguerra, ataviados con su mono caqui y alparagatas muchos, subían del Cumial o del cuartel de San Francisco a las cinco de la madrugada para maniobras en una de las laderas de estos montes. Despertaban a todo  el vecindario que complacido asistía al desfile de mulos, cañones, morteros, oficiales a caballo dando órdenes, una barahunda aquellos batallones desplazándose como ejército en desbandada.

Desde la ciudad, que es un paraíso de salidas para caminantes, ciclistas o lo que de vagar por ahí se terciase, accedes casi de inmediato a la tierra que es lo que caminantes y ciclistas buscan. Y a los Castros, una de las más solicitadas rutas van los de bici de montaña como en manada, aunque siempre haya algún solitario ciclista. Se va Trasvalenzá, para atacar duras rampas asfaltadas ahora, pero que en poco tiempo te pueden dejar por más que pista térrea, de tan buen firme por la que el pedaleo grato y cuando las mimosas en su apogeo, vas como por encantado y perfumado bosque. La arribada a Sobrado que es do Bispo, por sus monjas, aunque más bien al revés sería, donde Enrique Torres fue el creador de la operación ladrillo para conseguir los suficientes y levantar un edificio tal cual hoy. Sobrado tiene varios núcleos: Alén, Prado, Eirexa; a partir de allí se ataca dura rampa que de inmediato te deja en innúmeras pistas; por una de ellas intitulada rúa Outeiriño, porque se supone que va a un outeiro o a varios y no porque rememore a algún pariente de la estirpe, nos metemos ya en pleno pinar de la inmensa masa forestal que se repoblaría por los años 50 del pasado siglo. De paso, una caballeriza que fue, duradera por el entusiasmo primero de un amo, luego abandonada cuando decaído…el entusiasmo, y otra casa-rulote como camuflada en la espesura. Las pistas ascienden y el pedaleo se hace jadeante. Bajan bici-montañeros a todo trapo y me admiro que haya tan pocos lisiados para tanto riesgo, que uno, en su incapacidad de viajar a esas velocidades, supone.

No en un plis plas, pero casi, avistamos la torre metálica de vigilancia de incendios; en nuestras juveniles andaduras convertíamos en proeza el subir a ella antes de ser candada; no sabemos si operativa ahora, cuando en su base, una contraincendios de brigadistas y de dos helicópteros prestos a acudir doquiera el humo delate. Alguna vez entregados, en su ociosa espera de alguna contingencia, a desbrozar el monte por las cercanías de la base. 
Los más arrojados del pedal bajan a todo trapo a la aldea de Pereira o Sabucedo que luce munífica iglesia erigida por un Casas, eminente clérigo de una familia en la que Jaime secretario municipal del cCncello de A Merca, Alvaro de las Casas, notable escritor y otro, Saturnino, librero en la Plaza Mayor. El tour se completa arribando a Manchica, pasando por Parderrubias, que debería ser Parada de Rubias, porque allí paraba la diligencia o coche de caballos a Celanova, no porque un par de ellas allí morando si no por el color de sus tierras  y en lugar de par, Parada de Rubias debería ser, cuando por a Manchica conocidos escultores, así dichos, se dedicaban a su aserradero, llamados entonces fábrica de maderas, mientras tallaban; desde allí más de un carpintero, nos lo contó años ha un vecino, Pedro Dorrego,  bajaba a la ciudad, tabla o pontón al hombro, para tejar alguna casa. Él ejercía ese oficio.

No nos desviamos a Merca donde ese interesante personaje que es Ramón Conde podría entretenernos con sus muchas historias, la mayor parte vividas, o su museo de aperos de todo cuanto rural utensilio de la era castreja a nuestros días; sí pasamos por Loiro de Abaixo que en realidad no existe como tal si no Outeiro, Regueiro y Laxe, dejando a diestra Souto, que Penedo más arriba, aunque digamos Soutopenedo. Por Laxe, Manolo Outeiriño siempre entrañable anfitrión te saludaba y recordaba el parentesco e incluso te invitaba a su casona a tomar cualquier cosa, o en su tiempo, a unas cerezas de uso semipúblico a las que accedías mediante   escaleras por él traídas. Así que desde aquí a Loiro, que si existe, y entre carballos, algún viñedo abandonado, pasamos por la premiada casa de diseño de Emilio Fernández., reputado ciclista aficionado, y otro manitas al que más tira su huerto que el manejo del manillar de su última bicicleta transportándole hasta los confines provinciales. Bentraces, más abajo, hace que para huir del asfalto pasemos por Pontón donde una arroyada del 45 cogió a molinero e hijo desprevenidos y víctimas de aquella avenida de época.

Por Barbadás, que son varios núcleos y tiene casa consistorial a la vista, que uno sospecha que se irá a Valenzá, pasamos por Os Muíños, que a punto de restauración estuvo, y vemos la quemada casa del escultor Baltar de la que poco más que el esqueleto resta, hoy con visibles muestras de su cremación. Arturo Baltar no volvería más a esta aldehuela; no quería ver lo que con tanto amor había ido erigiendo, y eso que paseante casi diario a su restaurada casita.

Unos últimos pedaleos dejando a diestra los polideportivos de Barbadás nos transportan hacia Vilaescusa, de tantos recuerdos de la niñez, donde aún acompañábamos a esos más que amigos de la adolescencia, los hermanos Sito y Jandrís de León, para la molienda del maíz traído de su aldea de Fradalvite, al lado de la afamada visigótica de Santa Comba.

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