Opinión

Las florituras de un Quevedo genial

De pequeños Quevedo nos sonaba a bufa. Cualquier chiste se le atribuía, incluidos los del mal gusto. Daba que pensar por qué tan poco considerado uno de los creadores más fecundos que haya dado la literatura española. Quizás, o una percepción mía, a los tiempos del golpista gobierno unipersonal no convenía que un personaje que hacía mofa de encopetados, de personajes huecos, y que como campeón de la libertad en el escribir, no aconsejaban que en las aulas se tuviese por tal a este creador literario mientras otros, místicos y ascéticos, de más que reconocido mérito, se hacían circular por las aulas para contento de una curia que aplaudiría, sotto voce, colaboradora, que llegaría al éxtasis con aquellos truculentos cursillos por barrios y centros urbanos, aldeas y villas, llamados las Misiones (impulsados por el régimen imperante) donde un oscuro (por lo tétrico de la sala) clérigo lanzaba proclamas sobre la condenación eterna para los impíos, los débiles, los laxos, los incrédulos, los neutrales y toda esa ralea.

El escenario de estas Misiones era siempre un bajo, oscuro, con altillo y morado por la tela colgada en la pared, con mesa y tras ella un cura del clero regular o secular lanzando proclamas y anatemas en esa campaña de recristianización contra los antes  citados, haciendo constante alusión al Infierno. Aquello infundía tal terror que el complejo de culpa se convertía en rémora cuasi permanente, de la que no fue fácil sacudirse.

Quevedo molestaba de tal modo que si el fénix de los ingenios era Lope de Vega, o Cervantes y su inmortal Quijote, Quevedo, no figuraba por aquella época en el Olimpo de las letras (menos mal que solo el vulgo), y algunas  clases letradas, tampoco gran cosa, y cuando circulaba cualquier disparate, de inmediato se atribuía a don Francisco de Quevedo y Villegas que de tanto luchar por recuperar su título de señor de torre Abad, decían sus detractores que gastaba más tiempo en reivindicarlo que el dedicado a escribir. O sea, que si decías Quevedo, se tomaba a chufla o mofa. Por eso los chistes a veces soeces que a él se endilgaban, no  hacían si no abonar esa teoría. Se cuenta de Quevedo que estando de campestre reclinatorio para urgente evacuación de mayores y hallándose de espaldas y como llamando la atención, alguien al paso exclamaría:

- ¡Qué veo, qué veo!

- ¡Caramba¡, hasta por el culo me conocen, contestaría.

Pero Quevedo tiene una ingente producción de escritos, (haciendo equilibrios para evitar a la Inquisición, que cual espada de Damocles pendía sobre escritores y artistas de aquel siglo y posteriores hasta la supresión del Santo Oficio) desde la picaresca con el Buscón llamado don Pablos hasta poemas, y prosa de sus obras festivas, políticas, filosóficas, dramáticas,  que de todas excelente cultivador.

Un hombre que no desmerece de ninguno de su época o más bien a muchos aventaja y desde luego polifacético como pocos.  Y a esto se añade un existencial periplo que le llevaría por la Italia hispana desde Nápoles a la conspiración de Venecia, orquestada por la corona de España para tener bajo su égida a la Señoría: El que era uno de los intrigantes tuvo que poner pies en polvorosa disfrazándose para escabullirse; con fortuna llegaría a la Península, donde conocidas sus pendencias, de las que penaría en la cárcel por breve tiempo, y esa combatividad para recuperar el señorío de Torre Abad.

De las obras festivas, tres memorables:  "Gracias y desgracias del Ojo del Culo", dirigida a a doña Juana Mucho, montón de carne por arrobas. Escribiolas Juan Lamas, el del camisón cagado donde en unas florituras propias de su ingenio hace una comparativa de los ojos de  la cara con el del culo, que se muestra como vital e imprescindible entre dos esferas, resonante a veces por incontinencia o gusto para se aliviar de gases o liberarse, de lo que gran alivio, mientras lo ojos de la cara, legañosos… Un prodigio breve y de fácil lectura, nada escatológico, contra lo que se crea, que nos meterá en el más ingenioso creador de nuestro Siglo de Oro. 

En la "Carta a una monja", que se podría deducir que antigua amante  del escritor, ahora enclaustrada, de la que despechado. La carta, resumida en su sustancia, dice en su principal pasaje: "Pues sabrá vuesa merced, señora mía, que mi pecado y el de Adán tienen parentescos en muchas cosas pues si a él le echaron de Paraiso  por una manzana, a mí por muchas peras…" 

Con "Tasa de las hermanitas del Pecar", hecha por el fiel de las putas don Francisco de Quevedo y Villegas, en una valoración -en reales y cuartillos de la época- de lo que cobraban por el fornicio, dice en algunos párrafos: 

"Primeramente la dama ha de ser alta como no sea desvaída, porque si lo es, es lo mismo que echarse un hombre con un alabardero.

Si es blanca y aguileña, conforme a lo que se usa, vale seis reales en verano.

Si es gorda, por lo que suda se le quiten tres cuartillos, y se le añadan en hivierno por lo que abriga.

A puta potrilla por domar y gazapitona, no se le dé nada, atento a lo que el hombre trabaja en enseñarla a dar gusto.

Mujer hermosa y boba, si calla vale tres reales, pero si habla los pierda con el galán y la opinión". 

Y así una larga retahíla de la que el ingenio quevediano hace alarde y del que uno lamenta carecer de recursos para dar prueba de la auténtica dimensión del genio, del que por falta de espacio solamente se citan sueltos párrafos de sus festivas obras.

Leamos a Quevedo para comprender su dimensión e inventiva y porque siempre está actual. Seguro que quedaremos sorprendidos de su creatividad y amenidad.

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