Opinión

Un día cualquiera

Me encuentro tomando un café con Julio Mosquera, antiguo colega laboral que siempre anda pendiente de alguna travesía en bici, alforjas en ristre, al que te podías hallar haciendo el Camino, buscando nuevas rutas, o en tiempos, subiendo el Tourmalet o el Mortirolo, todo a su aire, y que me dijo anda tramando otra descubierta, esta vez por tierras de la Cataluña hispano-franca, de aquella Marca Hispánica carolingia, que devino en condado de Cataluña. Julio conserva la ilusión, y tanto le sobra de ella que más le valiera que en menos kilos se tradujera porque sobrante de alguno, se embarca en solitario cuando aún reciente una casi semana en los todavía nevados Picos de Europa de los que me muestra unas fotos, sin la insistencia de esos que te asaltan con  docena o ciento, por lo que uno ha llegado a la conclusión de que se han desvalorizado un tanto hasta el punto que vale más una palabra que cien fotos, sobre todo hoy, cuando parcos en ellas, el dicho decía lo contrario. Julio estuvo en el himaláyico circuito de los Annapurnas y en el Aconcagua donde un principio de mal de altura le obligó a desistir casi tocando cumbre. Creo que antes se desquitó en el Tubkal, en el Atlas marroquí con su amigo Montenegro.

Nos despedimos, casi al borde del pedal y, yo mochililla en hombro, camino hacia la periferia, Salesianos abajo, colegio de la adolescencia del que uno recuerda más de un tirón de orejas o de regletazo en palma de la mano, y eso que no eran, me parece, muy devotos sus docentes de la letra con sangre entra. Pues allí en su borde, casi me doy de bruces con Antonio García Tobío, ya jubilado de la traumatología con su hermano Jesús, que ejercieron con renombre y reconocimiento siendo un referente en la Residencia Sanitaria ahora llamado Chuo; ellos siguieron la trayectoria paterna de quien tuvo el sanatorio García Valcárcel, esquina Progreso con rúa dos Baños, frente a la hoy abandonada cárcel y del que uno recuerda sus paseos con mi padre al que acompañaba hasta la Alameda. Antonio me dice que ahora anda liado con la lengua de Lutero y sus paseos menos largos de los que la recomendación para una pasada dolencia aconsejarían.

Bajo unas empinadas escaleras y me adentro en el llamado parque Barbaña, con su artificial lago donde contadísimas veces los surtidores crean especiales efectos, cuando me topo con Jesus Arranz de Santiago, y ¿quién va a olvidar un nombre fuera del común?, antiguo colega laboral, que pasado poco más del medio siglo se queja de unos dolores en las piernas y espalda que combate en diarias brazadas en la piscina del Pabellón. Nos damos efusivas despedidas cuando tres patos arrancan del fondo del rio Barbaña con potente vuelo; se trata de los ánsares reales o alabancos, como en gallego se nombran, o azulones por el color que exhiben los machos en la cabeza. Estos patos han colonizado hace  dos décadas nuestros más recónditos ríos y en los embalses forman bandadas cuando por aquí parejas, que dicen de por vida. Ahora, por esta primavera, más frecuente verlos activos en potentes vuelos cuando a veces se imagina que patosos para surcar esos cielos o que perdido el hábito de volar por la comida fácil que el ciudadano le lleva de sus sobrantes panes. Estos ánades  fuera del medio urbano, huidizos y que no permiten acercamiento a menos de 200 m. o más ; por aquí casi los acaricias cuando  cabeza bajo ala dormitan en los pretriles del rio.

Al paso por una tienda de barrio que aún resisten al supermercado quiero comprar unas manzanas tabardillas, que por acá reinetas o piel de sapo; más adelante repito sin resultado en otra de ultramarinos que se decía a las tiendas de entonces por los productos traídos más allá del mar o sea de América donde podían llenarte una botella de aceite desde el surtidor acoplado al bidón o pesarte los comestibles en romana y no pocas veces en balanza con unas pesas que iban desgastándose por el paso de los años o apuntarte las deudas, a muy corto plazo, en papel de estraza

Me paro con un chico que me vende pintura, que ahora mezclan con precisión para darte el color deseado. Quedo con él para cuando haya que pintar madereros bancos castigados más por el sol que por las inclementes lluvias.

Una funeraria aun nos recuerda, pero ésta en otra dimensión más ultraterrena, de la tradición carpintera alejada del ataúd, que tuvo el barrio de A Carballeira, hoy extremo casi oeste de la via Marcelo Macías, con los carpinterías del Trellerma, porque era de allí, de esa aldehuela vecina a Trelle, o del Rojo, que no lo era, pero si de rojiza cabellera, pero que en modo alguno respondía al dicho: Home roxo e can rabelo fuxe dil coma do demo.  Había otra, la de Antonio Vidal, pero dedicada a muebles renacentistas. Se hacían muebles y se tallaba con primor en ellas, cuando a un hermano que se perdía en la del Pola, también renombrado, y a la edad de siete u ocho años, le pondría a hacer mesilla de noche, obsequiándole con foto de Rizo, un conocido de a Valenzá, que bajaba a la ciudad cámara en bandolera; la foto remataba con un cartelillo con posado que ponía: Obra de Paquito. 

Otra tienda se mantiene y una frutería aprovecha el tirón de todo lo verde en la vida presente, cuando pasa el bus que antes llamábamos carrito, que se apropiaría el nombre de esos carritos con que los maleteros, llevaban baules y maletas de los huéspedes del Roma a la Estación. El bus carrito solo iba del Posío a la Estación; ahí estuvo el germen del vocablo  autobús, de más insulsa y universal denominación. No sé por qué no conservamos el nombre cuando en Canarias le llaman guagua.  

Remato el periplo andarín del que más cosas podrían contarse que las aquí vertidas.

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