Opinión

Vamos al río

No sabíamos nadar, pero no hacía falta; nuestros baños los dábamos en las pequeñas pozas de aguas limpias y arena blanquísima del río Barbañica en “Los Ponxos” y siendo más atrevidos, pues era zona de los mayores íbamos a “la Sila”, en el Barbaña. Aquí la cosa consistía en pasar la tarde tirándonos de cabeza al agua y según la edad: de la primera peña que estaba casi al borde del agua se lanzaban los más críos, desde la segunda peña casi todos y desde la tercera, los mayores y los más veteranos. Tampoco era preciso saber nadar, pues una vez en el agua, con dos brazadas estabas en la orilla a la altura de la primera peña. También en el Barbaña nos bañábamos en el “Pozo do Inferno”, en la presa del Molino. Alquilábamos la barca del señor José para hacer el recorrido desde la presa hasta el puente de la carretera de Celanova, creo que nos cobraba de alquiler 25 céntimos y unas veces nos los cobraba y otras no. 

 Aprendimos a nadar en aquel Miño que entonces, y en los meses de verano, se podía cruzar de una orilla a otra sin nadar, por el “Coiñal”, entre los puentes “el Viejo” y “el Nuevo”. Esta era una tarde de un día festivo pues había mucha gente metida en el río y el agua solo nos daba por las rodillas. Nosotros andábamos chapoteando de un lado a otro hasta que un par de hombres jóvenes, a los que les molestábamos con nuestras salpicaduras de agua, vieron que no sabíamos nadar y se dedicaron a enseñarnos. Aprendimos a bracear unos al estilo “rana”, otros a la “espalda” y otros al “crol”. Los voluntarios profesores resultaron ser, lo supimos más adelante, dos empleados de La Región: los señores Odilo, de la Librería, y Huete, del periódico. También nos recomendaron hacer siempre “el ritual” para antes del baño, entrar en el agua hasta las rodillas, mojar las muñecas, los brazos, el pecho y sobre todo la nuca, para adaptar el cuerpo a la temperatura del agua y “para que no os dé algo”.

 Nos olvidamos de “la Sila” y de “los Ponxos” y el Miño pasó a ser nuestro río. Los comienzos fueron nadar por la orilla, entre los puentes, subiendo y bajando. El paso siguiente fue lanzarnos a cruzar el río en la zona que tenía mayor profundidad, que era debajo del Puente Nuevo. Como ya nos creíamos nadadores, había que realizar la gran aventura, que consistía en subir caminando río arriba hasta “los Caños”, cerca de la desembocadura del Loña; íbamos alejados de la orilla del río por el sendero al lado del cierre de las fincas pues esa zona era todo “Coiñal” y daba muy mal andar. Como no existían los embalses de Oira, los Peares y Belesar el río llevaba poca corriente y el agua siempre “estaba buena”. Desde la rampa de hormigón de “los Caños” nos lanzamos al agua. La primera parada la hacíamos en la orilla de enfrente en la pequeña “playa de la Concha”, que hacía remanso al lado del Molino. Después de un breve descanso, continuábamos hacia la presa del Molino. Había que bajar por el centro que formaba el “cachón”, la costumbre era soltar un “aturuxo”, ir gritando, vociferando por la hazaña, así llamábamos la atención de la gente que cruzaba paseando por el Puente Nuevo para que mirasen y viesen a los bañistas. La segunda parada la hacíamos en “la peña de Francia”; aquí siempre había bañistas lanzándose una y otra vez de cabeza al agua, nosotros nos lanzábamos una vez y continuábamos nuestro recorrido hasta “la cepa” del Puente Novísimo -el del ferrocarril-, que tiene, decíamos nosotros, “la meseta”, una base de hormigón que la bordea de unos dos metros de ancho. Sin hacer más paradas, tocaba seguir río abajo y debíamos tener precaución al llegar a la altura del Puente Nuevo, pues entrábamos en la zona de entrenamiento y no podíamos molestar a los nadadores (Pedro Escudero el del Catador, Bóveda, Leyendas, Epi…) que cruzaban el río de un lado a otro. Allí se preparaban para ir a competir en los Campeonatos Nacionales de Natación de Educación y Descanso. Finalizaba nuestra aventura en “el Coiñal”, a la altura de lo que hoy llaman “playa de las Antenas”. No íbamos más abajo pues a la altura del Puente Viejo desembocaba una gran tubería del alcantarillado de la ciudad y aquella era zona de los “pescos” y no debíamos acercarnos para no “espantarles” la pesca.

Entre los “pescos” habituales estaban nuestros vecinos, el hijo de la señora Saladina y Luis “el Pena”, diminutivo de “Penabú”. Estos buenos y profesionales pescantines, cuando llegaban al barrio, paralizábamos el juego al que estuviéramos dedicados para pedirles que nos abrieran la cesta de la pesca y nos mostraran la captura que traían y así ver de acertar de qué río venían. Si sacaban un pez pequeño, era una “rañosa” de las que decían ser muy sabrosas, entonces era del Barbaña, y si el pez era más grande, una “boga” del Miño.

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