Opinión

Angrois y los politicos

Aunque ya descreído, uno siempre piensa en que nuestros políticos, o al menos algún político pueda, por remoto que nos pueda parecer, reconocer su laxitud, un posible relajo entre tanto quehacer, algún interés propio o de partido, una sensación de media culpa o, al menos, un mínimo remordimiento sobre los efectos que su acción o inacción hayan podido causar entre sus administrados y hacer lo que muchos de sus colegas foráneos hacen sin tanto esfuerzo allá donde mires: Dimitir.

Después de pasadas algunas horas desde que rememoramos el trágico accidente del Alvia que jamás debió ocurrir, la sensación de normalidad, o lo que es lo mismo, de desánimo, invade de nuevo mis elucubraciones para ratificarme, sin consuelo, en que la ética, la decencia o el honor, no van con la identidad de la mediocre e insoportable casta política con la que nos condenó, de por vida, el modelo de la transición, que es el modelo de la corrupción, de la burla a las libertades individuales y del más nauseabundo latrocinio.

Es desolador contemplar cómo, en democracias próximas y sin que se haya visto afectada la credibilidad política de cara a la opinión pública, la sociedad es radicalmente menos benevolente con los casos de corrupción y los políticos asumen, con integridad, la suerte de la retirada o abdicación de sus responsabilidades públicas, tan lejos de la impunidad y la rapacidad a la que nos tienen acostumbrados en España los políticos salpicados por algún asunto de turbia naturaleza.

Sin referirme a sonados escándalos de envergadura, quiero ahora recordar los casos de María Miller, ministra británica que dimitió este año por recibir la ayuda oficial para vivienda en la capital a los parlamentarios de fuera de Londres, aun cuando en su caso vivían en ella sus propios padres, o el del ministro de energía de este mismo país, Cris Huhne, quien dimitió por haber mentido sobre una simple multa de tráfico por exceso de velocidad, por no irnos más lejos y recordar al ministro japonés Seiji Maheara que dimitió tras reconocer haber recibido 435 euros por parte de un empresario coreano; afirmó que esa maniobra le restaba toda la credibilidad que pudiese tener ante su pueblo.

Pues bien, el 24 de julio de 2013, murieron 79 personas en el más trágico accidente de la historia ferroviaria de España, digamos que un caso de cierta envergadura si lo comparamos con los ejemplos anteriormente citados o, al menos, a mi me lo parece. Centena y media de afectados han sufrido con sus familias el drama de una recuperación física y emocional de irreparables consecuencias. 

No pretendo culpabilizar a nadie. Desconozco si la ausencia de las balizas de frenado fueron debidas a un interés político de alguien que le interesó adelantar a toda costa la llegada de la alta velocidad a Galicia o a la decisión de algún otro burócrata que quiso ahorrarse un ridículo porcentaje en el presupuesto de la infraestructura. 

Lo cierto es que ministras, ministros, políticos, técnicas, presidentes, funcionarias directores generales, alcaldesas de la más variopinta fauna hispana se jartaron de vender las bondades del tren sin contar que un mero despiste del maquinista podría provocar la muerte o el padecimiento de dramáticas secuelas a sus 300 pasajeros, acudieron a las inauguraciones a bombo y platillo dándose codazos para salir en la foto y, cuando se produjo el accidente, prometieron a los damnificados rápidas y justas reparaciones, así como ir hasta el final para conocer sus causas y responsables. Y la realidad de nuevo les contradijo. El tren que trajeron a Galicia no contaba con las medidas de seguridad que sí se instalaron en otros trayectos, nadie quiere salir ahora en la foto para reconocer nada, salvo para escudarse en la asepsia del derecho positivo, y vender con hipocresía la tramposa idea de que aplicar la ley es siempre hacer justicia sin que nada se hiciera contraviniendo la legislación vigente (cosa que no suelen hacer cuando la justicia les pisa a ellos/as los talones). Mientras tanto, un año más tarde, las víctimas esperan ser resarcidas entre racaneos de las aseguradoras, visitas inquisidoras a los médicos forenses del Estado y puertas cerradas en sus propios homenajes. 

Más allá de las huecas palabras de los discursos del fin de semana, los sermones se silenciarán hasta el siguiente aniversario, algunos disfrutarán como nunca de sus vacaciones y nadie dimitirá, se lo aseguro, mientras el objetivo sea alcanzar el poder para no apartarse jamás de él, sin referente moral alguno.

A partir de aquí me asaltan preguntas sin respuesta. Y vuelvo a repetir, sin culpabilizar a nadie. Desconozco si alguien es o no es culpable por su negligencia o corporativismo político. Pongamos que ninguno tenga responsabilidad penal directa. Pero, ¿no podría alguien dar una explicación o considerar, al menos, que teniendo responsabilidades en la materia pudieron condenar, de manera no intencionada, a que ese trayecto no tuviera las medidas de seguridad que sí disfrutan otros tramos similares? ¿Nadie siente que, ni siquiera inconscientemente, pudiera haber tenido un atisbo de responsabilidad, aunque sólo de forma tangencial? ¿Ninguno piensa que pudo o debió, aunque fuera extralimitándose en sus funciones, verificar con mayor exigencia la seguridad de esa maldita curva?

Y concluyo.

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