Opinión

Mala cosa cuando hasta el 12 de octubre es polémico

El afán, tan español, de no dejar piedra sobre piedra nos ha llevado -y no es cosa de este año. No sólo, al menos- a cuestionar, minimizar y quién sabe si a desmenuzar en pedazos la fiesta nacional, el 12 de octubre, festividad antes llamada Día de la Hispanidad y hasta, en fin, día de la raza, que menos mal que esto último lo hemos dejado atrás. Tantos años de recias celebraciones, de exaltado fervor patriótico, corren el riesgo de llevarnos ahora al otro extremo, a olvidar el "orgullo de ser español", que fue el lema del pasado año, para ser sustituido este año por ninguno.

Hicimos del 12-O una conmemoración algo rancia, basada en desfiles y recepciones de vips en el Palacio Real y quizá logramos desinteresar a la ciudadanía de unos fastos de los que el español común y corriente se sentía excluido. Porque el 12 de octubre no debería ser una fiesta de un día de exaltación más o menos patriótico, alguna vez quizás hasta chovinista, sino una constante: todos los días del año deberían ser 12 de octubre, para sentir no sé si ese "orgullo de ser español", pero sí, al menos, una cierta honra patria. Esta, la nuestra, España, es una vieja nación, tiene muchos motivos históricos para enorgullecerse -entre ellos, claro que sí, la colonización de América, con cuantos claroscuros usted quiera- y muchas razones contemporáneas para sentirse razonablemente satisfecha consigo misma, y también un poco insatisfecha y autocrítica con algunas cosas que (nos) han ocurrido.

España vive estos días sus peores momentos como nación acaso desde 1934, o puede que peores aún que entonces. El secesionismo catalán, la liquidación de otros afectos territoriales al concepto de nación y la indiferencia de otras tierras a la idea de un país unido, fuerte, próspero, democrático y justo, es algo que habría de preocuparnos hondamente. España, que presume, no sé si con todos los títulos en la mano -que me parece que no-, de ser la nación más vieja de Europa, se ahoga hoy en contradicciones, en una falta de entusiasmo popular basado en la escasa confianza del pueblo en sus representantes y también en el escepticismo, que es cualidad propia de filósofos pero impropia de las masas retratadas por Ortega, que ahora solo se rebelan íntimamente.

Ya he dicho alguna vez que una nación que no siente afecto por su himno, su bandera, sus tradiciones, porque todo eso lo considera retrógrado, tiene un problema serio de identidad; los estados fuertes son los que valoran todo lo antedicho. Claro que esos estados no tienen tras de sí una historia como la muy convulsa de España en los siglos XIX y XX.

Y aquí estamos, un año más, viendo pasar los desfiles de aviones y soldados, contemplando a los estamentos de próceres estrechando la mano al Rey, única figura capaz de unirnos en un Estado en torno al cual no se ha producido el deseable movimiento político de apoyo frente a las embates que la Corona recibe. El país necesita una sacudida saludable, un soplo de aire regenerador que vuelva a ilusionar a la buena gente de la calle. No es cuestión de eslóganes, ni de aviones trazando en su estela los colores rojigualda, ni de uniformes, ni tampoco de potenciar esa "marca España que ya languidecía". Tenemos, sí, que recuperar el orgullo de ser españoles, pese a las corruptelas, a los egoísmos partidistas, a la nula transparencia, a la falta de ideas de altos vuelos.

No sé si alguna vez volveremos a sentir esa emoción colectiva de los Juegos Olímpicos en Barcelona, de cuando votamos por primera en democracia en cuarenta años, de cuando en referéndum aprobamos una Constitución que hace tiempo que debió empezar a reformarse. Pero hoy, como nunca, necesitamos congregarnos en torno a un proyecto común, potenciando lo que une, no lo que nos está diferenciando. Alguien debería entenderlo y ponerlo en práctica, antes de que acabemos disolviéndonos como nación respetable y que cuenta en el panorama internacional. Que es un riesgo que, desde luego, existe, vaya si existe.

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