Opinión

Constitución hacía el cambio

El trigésimo noveno aniversario de la Constitución se celebra hoy en un ambiente de preocupación por la evolución que siga el desafío soberanista una vez celebradas las elecciones del 21-D y por el debate abierto acerca de su posible reforma, para lo que se ha dado un primer paso tambaleante e incierto.

Que la Constitución de 1978 necesita una reforma, sobre todo el Título VIII que hace referencia a la organización territorial de España, cada vez lo pone en duda menos personas, y tampoco nadie duda de que no puede hacerse de tal manera que pueda parecer una recompensa o un éxito a aquellos que han tratado de dinamitarla y que nunca la van a reconocer como suya, porque el nacionalismo nunca va a demostrar esa generosidad y por tanto el amplio consenso para su aprobación ha de buscarse entre los partidos de ámbito nacional en el Congreso y luego buscar su respaldo mayoritario en el conjunto del país y mejor en todas las comunidades autónomas.

Para afrontar este debate sobre los cambios constitucionales, ya de por sí muy complejo, de lo que no se puede partir es de argumentos falaces dirigidos a torpedear cualquier  intento de abordarlos. En primer lugar porque lo que se plantea es una reforma de algunos de sus aspectos que se han visto superados por el paso del tiempo –las sentencias del propio Tribunal Constitucional y los nuevos derechos recogidos en los Estatutos de autonomía de segunda generación así lo demuestran- y no la elaboración de una Constitución ex novo. Se trata, en cualquier caso, de una reforma sustancialmente del marco territorial, sin descuidar otras puestas al día. No se trata de ponerle una cremallera a la Constitución, pero tampoco de convertir en inmutable el pacto alcanzado hace 39 años.

Y desde luego es una pasada de frenada poner en relieve que lo que se pretende con la reforma es cuestionar la unidad de España o que la soberanía nacional no corresponde a todos los españoles. No parece que el PSOE, que arrancó a Rajoy el compromiso de iniciar el camino para la reforma constitucional, tenga la pretensión de dinamitar esos “valores sustanciales” de la Carta Magna, ni que el PP  ni Ciudadanos le dejaran hacerlo. Incluso desde posiciones socialistas se suscitan los mismos temores, aunque  en este caso se trata de vendettas internas.  

Ahora bien, una vez que se ha llegado a la conclusión, e incluso se ha alcanzado un primer compromiso, sobre la necesaria reforma de la Constitución sería una irresponsabilidad dilatarla sine die, en busca de unas condiciones idóneas que nunca se van a dar, porque siempre existirá algún motivo de preocupación o de riesgo para aquellos que temen introducir cambios, a pesar de que con ellos los cimientos y el armazón podrían aguantar para varias generaciones más.

Cuando se afirma con certeza que el problema territorial es el principal que tiene España, como se ha demostrado con el proceso soberanista, y con el País Vasco en la retaguardia, es una irresponsabilidad no afrontarlo en corto y por derecho y trabajar en la búsqueda de consensos y en la insistencia de la necesaria lealtad institucional que es la base del funcionamiento de los sistemas federales o cuasifederales como el español. Se necesitan por tanto políticos con los suficientes arrestos y visión de futuro para afrontar retos, porque la comodidad empeora un estado de salud ya quebradizo.

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