Opinión

La piel muy fina

Los independentistas tienen la piel muy fina y cualquier crítica sobre su modo de proceder les parece una ofensa mayúscula, sobre todo si se refiere a la actitud de sus dirigentes e instituciones, sin reparar en los gruesos calificativos que desde de esas mismas instancias se realizan a la hora de definir al Estado español, del que afirman que no respeta los elementales valores democráticos y no tienen el menor empacho en situarlo al mismo nivel que otros regímenes autoritarios.

Que una minoría de jueces haya comparado el independentismo con el nazismo es quizá una exageración, pero calificar los hechos ocurridos desde hace justamente un año como una sedición rayando en la rebelión no es ni más ni menos que ajustarse a lo que han dicho los jueces que instruyen las causas relacionadas con el "procés".

Que los jueces que han vertido esas consideraciones lo hayan hecho a través de un chat corporativo, pueden haber pecado de imprudentes pero también es verdad que con las limitaciones propias del ejercicio de sus funciones, los jueces también pueden expresar sus opiniones libremente sobre aquellos asuntos en los que no intervienen, como cualquier otro ciudadano. En un comunicado de Juezas y Jueces para la Democracia esta asociación reconocía que “cuando el juez opina públicamente como ciudadano de temas relacionados con la justicia o cualesquiera otros de ámbito social, tiene derecho a la libertad de expresión”, dado que “la Constitución no limita a los jueces el ejercicio del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones,  ni el derecho a participar en asuntos públicos…” y que esas manifestaciones no dan lugar a medidas disciplinarias.

Por eso las protestas del presidente de la Generalitat, Quim Torra, tirando por elevación al pedir la dimisión del presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, por los "insultos, burlas y amenazas inaceptables" que a su juicio han vertido algunos magistrados y colegir de ello que es “una muestra de la falta de garantías que nos afecta", es un ejercicio de victimismo desmesurado con el que pretende desviar la atención sobre la situación política catalana y ocultar que el Parlamento  catalán sigue cerrado a cal y canto por quienes se consideran que son los únicos demócratas sobre suelo nacional. Es gastar pólvora en salvas a pesar de que los partidos independentistas han pensado en activar todos los mecanismos parlamentarios, desde la comparecencia de la ministra de Justicia a una comisión de investigación para sacar partido a esas opiniones personales de miembros de un poder del Estado.

Mayor relevancia tienen las declaraciones del conseller de Exteriores catalán, Ernest Maragall, insinuando primero y rectificando después, que la ministra de la cartera territorial había comprometido instruir a la Fiscalía General del Estado para modificar las calificaciones de los procesados por el intento de secesión. Esas palaras, que daban pábulo a las sospechas de los partidos de la oposición que insisten en que el Gobierno puede pagar por esa vía la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa,  fueron desmentidas por la propia ministra Meritxell Batet pero sobre todo lo son por los hechos: la fiscalía no se ha movido un ápice de la calificación de los presuntos delitos cometidos como rebelión.

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