Opinión

Dignidad

Si los edificios pudiesen hablar se pasarían el día protestando: las iglesias, por estar muy solas; los museos, por importarnos más su contenido que su continente, y los hospitales por convertir algunos de sus espacios en una suerte de lonjas, con pantallas y butacas, donde la gente espera turno para decir que quiere curarse.

Puestos a suponer, podríamos ir más allá y sumarle a los edificios otros órganos como el aparato digestivo —que vendrían a ser las cocinas y los baños—, el cerebro —situado en los cuartos de estudio— o el torrente sanguíneo —representado por los garajes, con atascos incluidos—. De lo único que carecerían los edificios sería de piernas (resulta imposible imaginar una ciudad con su arquitectura en constante movimiento), pero para todo lo demás estarían perfectamente equipados, con su hígado en el armario de los útiles de limpieza y su sistema reproductor localizado en los dormitorios (aunque para aquellas casas que rompen moldes este órgano estaría en el balcón, por ejemplo).

El caso es que si las viviendas fuesen seres animados veríamos a través de sus ojos —las ventanas— la cruenta batalla que se libra en su interior: infecciones de violencia verbal y de la otra, y ambientadores traspasando los quicios de las puertas a modo de desodorante. Por supuesto, en otros «cuerpos arquitectónicos» sus órganos internos estarían aceptablemente sanos. Es el caso de los vecinos bien avenidos, esos que quedan para ir al bar, que hacen juntos la compra o que llevan a los niños al parque, todos en bandada. Son esos edificios que al pasar delante de ellos dices con halago: «¡Menuda fachada!», y sigues caminando hasta llegar a una vivienda unifamiliar, la cual, sin quererlo, te infunde respeto porque permanece aislada para no contagiarse del virus de la colectividad.     

Eso sí, todas las viviendas tienen algo en común: los cirujanos que reparan sus arterias —les llaman fontaneros y electricistas— y las emociones, aportadas por vendedores, pizzeros, visitas inesperadas y, en casos extremos, ladrones que las dejan sin joyas, como la gripe que te asalta en invierno.

Quizás esto es lo que llaman: «humanizar las ciudades». A mí se me antoja que si los edificios pudiesen hablar, a más de uno se nos subirían los colores, no tanto por desvelar interioridades (que también), sino por tener que soportar al cemento dando lecciones de urbanidad, él, que es duro como una piedra… ¡Sería algo intolerable! Ni locos bajaríamos el nivel de nuestra dignidad. Para eso ya están los sótanos

Te puede interesar