Opinión

Sin equipaje

El avión está a punto de despegar. En eso, un pasajero se encara con la azafata y le recrimina que no le han dejado entrar con su equipaje de mano. “Tengo derecho”, dice él. “Lo siento, señor —responde, amable, la mujer—. El vuelo va lleno y ya no hay sitio. Su equipaje tendrá que ir en la bodega”. “¡Mire! —protesta el hombre señalando a otra pasajera—, la gente sigue entrando con maletas. ¡Menuda normas de mierda!...”

Junto a este hombre, corpulento, trajeado y que no llega a los cincuenta años, va sentado otro pasajero, algo más joven y más delgado, que observa pacientemente la escena, como yo, que estoy a medio metro de ellos al otro lado del pasillo. ¿Qué cómo acaba la cosa? En condiciones normales (normales para nuestra condición humana) la bronca iría en aumento y la situación habría rebasado a la paciente azafata, que ya comenzaba a inquietarse.

Pero la providencia quiso que, a punto de despegar, el compañero de asiento del hombre sin equipaje fuese algo así como un entrenador de emociones, un consultor motivacional, no sé…, quizás un psicólogo. Es todo lo que alcancé a oír debido al ruido de los motores.

Y despegamos. Al tiempo que el consultor aplicaba terapia, el hombre sin equipaje se desinflaba. Por mucho que yo afinaba el oído no lograba captar más que frases sueltas, pero fíjense si fue eficaz la doctrina del trainer que todo acabó con la azafata invitando a cava y cacahuetes al hombre sin equipaje y éste, rechazando el ofrecimiento y disculpándose “porque se había puesto como un energúmeno”. Para terminar, le sonrió a la chica con un: “Lo siento mucho”.

Este episodio con final feliz contrasta con la repugnante pelea que protagonizaron unos padres en un partido de fútbol infantil en Mallorca —el Día del Padre, para más inri—, cuando se liaron a puñetazos en las gradas del campo. Es evidente que muchas veces, aunque aparezcan consultores, la podredumbre que invade nuestro orgullo (salpimentada con deficiencias en valores y educación) hace irrefrenables ciertas reacciones. Eso de respirar profundamente y contar hasta diez está muy bien, pero la violencia iracunda es como el vómito: sobreviene, y ya te pueden echar biodraminas (psicológicas y de las otras) que nada…

Por eso, ¿qué tal si entrenamos un poco? Quizás nos sirva para la próxima vez. A ver, respiren profundamente y cuenten conmigo: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10… ¿A que relaja?

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