Opinión

Lo que nos separa

Lo que nos separa, vende. Aquellas cosas que nos enfrentan, que nos diferencian entre buenos y malos, ganadores y perdedores, altos y bajos, feos y guapos, ricos y pobres (podría pasarme así todo el artículo), lo que divide, genera una especie de “erótica de la polémica” en la que fluimos como un río. Territorios, religión, razas o nostalgias históricas, da igual; se trata de acentuarnos en lo distinto, de convertir el mundo en un gimnasio culturista en el que se alimenta el músculo del enfrentamiento social.

El problema es que el resultado nunca es bueno. Siempre pagan los mismos, es decir, la “gente normal”, la que anda por la calle, la que tiene una tienda, la que va al trabajo o se sienta en un banco, la que hace deporte, estudia o se pasa en día ante la tele; personas que, en lugar de enarbolar símbolos que marcan diferencias, lo único que llevan puesto es la ropa, unos euros en la cartera y el móvil. Con eso hacen su “guerra” cotidiana: vivir el día a día, que no es poco.

A ras de calle, con la bolsa de la compra o esperando el bus, no se deciden los egos patrios. Estas cuestiones las ventilan personas que velan por nuestra integridad y para las que, cada mañana al levantarse, no existe otro norte que procurar el bienestar para sus conciudadanos. A ellas les está reservado el privilegio de acunarnos en civismo.

Así pues, tranquilos. No exageremos. Millones de seres humanos estamos equivocamos si pensamos que la temperatura social destrozará el termómetro y que la cordura se irá a freír espárragos. Qué va… Errónea percepción. Todo controlado. Tanto es así que, para casos improbables de desastre, se han dispuesto búnkeres ideológicos que nos ayudarán a transitar la tragedia: la alfombra de Aladdín es uno de ellos; bastará con subirse y entonar “Un mundo ideal”; o ver una película de Chaplin o de Harold Lloyd -donde siempre triunfa el bueno- para motivarnos en nuestro refugio.

Claro que, primero debemos determinar quién es el bueno y quién es el malo. En las pelis del Oeste no había duda: los malos siempre eran los indios y el sheriff, con su estrella, representaba la Ley y el orden. Yo, como soy uno de los equivocados y no me gustan las de vaqueros, utopías aparte, me quedo con Aladdin, que Disney nunca falla.

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