Opinión

Ferias, romances de ciego, charlatanes y duelos, en Ourense

Los ourensanos de mi tiempo tuvimos ocasionar de conocer los dos “coiñales” o depósitos de cantos rodados, de enorme valor geológico, que el Miño formaba a su paso por Ourense. Los dos, en la margen izquierda en dirección a la mar. Uno, más allá del viaducto de la línea de Zamora por Puebla de Sanabria; el otro, aguas abajo, donde desemboca el Barbaña, hoy sepultado por la ampliación, las obras e instalaciones del Campo de los Remedios. En los primeros años sesenta se vertieron sobre este “coiñal” todos los escombros de obra que generaba el crecimiento urbano de Ourense, así como otros materiales para ganar terreno a costa del río. Asunto que generó no poco debate porque para algunos era una forma de maltratar al pobre Miño y destruir un entorno natural, que hoy se valoraría más que ayer.

Pero al margen de este episodio, el Campo de los Remedios, con su capilla y su inmediata caseta de Obras Públicas y su fielato (donde los paisanos que venían de Puente Canedo habrían de pagar las tasas municipales si querían vender sus productos en la plaza de abastos) es uno de los lugares de más interesante historia de Ourense y, a lo largo de los años, sirvió para muchas cosas, entre otras, campo de honor o lugar donde los ourensanos ofendidos se batía en duelo. Como lo oyen (quiero decir, como le leen).

En el impagable libro “Cosas de Orense”, recopilación de artículos del ilustre polígrafo, Don Florentino Cuevillas, publicado por el Ayuntamiento de la ciudad, se alude a este asunto, con cierto sentido del humor. Pero lo cierto es que, sin que la historia nos precise la naturaleza de los lances, más de un ourensano se batió allí con otro. Parece que las afrentas más que por disputas de honor marital mancillado fueron cosa de líos de negocios, discusiones de taberna o de juego. Este tipo de asuntos se ventilaban a florete o pistola, pero como nadie pretendía que la cosa fuera demasiado lejos, se solían resolver a “primera sangre”; es decir, que apenas uno de los batidos sufriera un rasguño, el honor quedaba salvo, los padrinos consentían en que el asunto quedaba zanjado y cada uno para su casa.
Hasta que Primo de Rivera los prohibió, esto de los duelos, sobre todo en Madrid, fue cosa frecuente, sobre todo entre políticos y periodistas. Pero esa es otra historia. De todos modos, “el duelo entre caballeros” estuvo hasta reglamentado, según el clásico y famoso tratado que los expertos conocen como “El Cabriñana”, obra del marqués del mismo nombre que circulaba por la España decimonónica.

Los chavales que como yo estudiamos en los Salesianos al inicio de los sesenta del pasado siglo, todavía tuvimos ocasión de conocer los Remedios como campo de la feria, lugar de charlatanes e incluso escuchar posiblemente los últimos romances de ciego que se recuerdan en Ourense. Debido a la proximidad del colegio, al salir de clase íbamos en tromba a dar una vuelta por el recinto. Recuerdo a un ciego de verdad, o que lo parecía, con su ayudante, su salmodia y su cartel, y no he olvidado la romanza de una desdichada, siempre con el mismo estribillo y soniquete: “Era María una moza, de todos muy codiciada./ Pero ella era decente, muy piadosa y honrada./ Vivía la desdichada, en una villa importante/ como criada y obrera de una familia pudiente./ Pero un día el señorito, cuya virtud anhelaba,/ quiso tomarla a la fuerza en la huerta de la casa…” El relato seguía, como es fácil de deducir, con el resultado final de muerte por estrangulamiento. Al final aparece la Guardia Civil, pero el lascivo mancebo, consciente de su delito, se tira al río. Y a partir de ahí no se cuenta más.

Otras veces, la historia cursaba de este guisa: “Adelaida, querida Adelaida, Adelaida la verde puñales./ Soy Enrique, el mejor funcionario que tenía la fábrica del gas./ Adelaida tengo que contarte el secreto que guarda mi vida./ Saberás que soy hombre casado y te quiero botar de querida”. Y Adelaida respondía: “Ay, Enrique por Dios. No me engañes./ Tú me quiere facer desgrasiada,/ tú me quieres guindar al arroyo”. Era una curiosa mezcla de palabras en castellano, gallego o vaya usted a saber qué.

Los otros personajes de aquel mundo eran los charlatanes. Verdaderos maestros del mercadeo, inventores del dos por uno. Eran prodigiosos y vendían todo tipo de artículos. Ofrecían, por ejemplo, una manta y como en las subastas le ponían un precio de salida, con la complicidad del público. Así podían empezar en 100 pesetas de entonces e ir bajando hasta el precio real de la venta que, ¡oh prodigio!, permitía por la mitad llevarse dos o un regalo anexo.
Aquello, aunque ya difuso en mi memoria, era un poco de todo, feria, mercado, espectáculo en un Ourense lejano y querido donde las horas no pasaban… se mecían.

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