Opinión

Corrupción, origen del mal

He leído recientemente el valiente y necesario libro “Los nombres del terror”. Los autores relatan la represión ejercida por los golpistas del 18 de julio de 1936 sobre la sociedad gallega. En la obra se cita el nombre de los responsables de los asesinatos y los lugares donde se cometieron los crímenes. Los militares sublevados eran conscientes de que, para establecer un régimen totalitario, el terror tenía que ser presentado como un instrumento de realización de una ideología específica, y esta ideología debe haberse ganado la adhesión de una mayoría, incluso antes de que el terror pueda ser estabilizado (como afirma Hannah Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo”). Contaron para ello con la inestimable ayuda de grupos fascistas y clericales encuadrados en la Falange y en los sectores más reaccionarios de la Iglesia Católica. Sobre el miedo sembrado en esos años se cimentó la dictadura del general Franco, que impregnó la sociedad española de un conservadurismo complaciente que se reproduce desde la muerte del dictador. 

La corrupción generalizada de los tiempos del terror, que enriqueció a muchos de los protagonistas de la sublevación militar y de sus adláteres, ha sido continuada por aquellos que, carentes de los más elementales principios éticos, se han lucrado del ejercicio del poder sin importarles el deterioro que ello supone en la consolidación del sistema democrático. Se olvidan, o no les importa, que las consecuencias de esa ambición sin límites lleva a la única y radical forma de posesión: la destrucción de la riqueza acumulada, porque solo lo que se destruye pertenece eternamente al destructor. La corrupción en la gestión pública conlleva la destrucción del estado, y en un estado fallido no tienen futuro las libertades ni las coberturas sociales; el sistema democrático es incompatible con la corrupción de su clase política. 

España está sufriendo las consecuencias de la rapiña a que ha sido sometida por los émulos del franquismo que, amparados por una desidia injustificable de la sociedad, han debilitado los cimientos del estado constitucional a niveles de involución política, que los más jóvenes atribuyen erróneamente a la transición democrática. Un exponente de ese deterioro se pone de manifiesto en el conflicto catalán, donde los partidos que sustentan los gobiernos de los dos territorios están inmersos en presuntos casos de corrupción, sus organizaciones han mentido, han utilizado el populismo para instrumentalizar a las masas, ambas tienen rasgos totalitarios, ambas presumen de liderazgos caudillistas, ambas manipulan la información y, lo que es más grave, en esa dinámica se han fracturado las estructuras de la cohesión social.

Parece inaudito que el poder de persuasión inherente a las principales ideologías sea fruto del deseo de los ciudadanos de ver cumplidas sus aspiraciones emocionales, que sustituyen a las reivindicaciones de mejoras de servicios. De ahí que estemos asistiendo a la escenificación de una confrontación interesada que en el fondo utiliza las ideologías como arma política en vez de unas doctrinas teóricas aplicadas, en todo caso, a mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos. 

En este mar de confusiones solo una luz alumbra el futuro. Gracias Wyoming. 

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