Opinión

Gallego Fernández, el viejo roble

Año 1954.- Recio, duro como una roca, fibroso, ágil, flexible como un junco y correoso como un levantador de pesas. Así recuerdo al señor José, campesino entrado en años que no temía a nada y que se enfrentaba con cualquier reto sin alterar un solo músculo de su rugoso rostro. Había recorrido a pie cientos de kilómetros en busca de un libro prohibido, desplazándose al País Vasco cuando los siniestros guardianes de la férrea dictadura controlaban la vida de cada habitante de la España gris con obediencia ciega a las togas negras. Aquel libro era su tesoro, lo enseñaba como una reliquia que pocos poseían, lo compartía con sus compañeros clandestinos de un espiritismo medieval y era tal su pasión que llegó a recitarlo de memoria. Creo recordar el título: “La vida de Jesús dictada por el mismo”. Un silencio cómplice rodeaba sus reuniones y, como compensación, él reponía tejados, hacía trabajos de carpintería, arreglaba relojes de pared y colaboraba con cualquier vecino que solicitara su ayuda en la difícil tarea del agricultor en las quebradas laderas de la vieja aldea.

Año 2005.- La Habana, ciudad hermosa, alegre, bulliciosa, hospitalaria y culta. La revolución solidaria se respira en cada rincón, en sus mercados, en el malecón, en sus museos y en el afecto de sus ciudadanos. A esa ciudad le he dedicado un artículo el 14 de enero de 2006 con motivo de mi visita a la perla del Caribe y en él reflejé la reunión que mantuve con uno de los líderes más carismáticos de la revolución cubana: el héroe de Bahía Cochinos, el vicepresidente del Gobierno, José Ramón Fernández Álvarez (el Gallego Fernández), amigo de España sobre todo de Asturias -de donde procedían sus antepasados- y de Galicia -tierra que visitó más de una vez-. Me sorprendió su cordialidad, su cercanía, su sencillez, su mirada profunda y sincera. Su complexión, su rostro, sus palabras, el apretón de manos y su naturalidad, todo ello me recordó al viejo José de la aldea de mi infancia. 

Cuando era niño quedaba extasiado oyendo las historias que contaba José, llegaba a nuestra casa aprovechando su paseo al monte. Saludaba a mi abuelo y le hacía participe de sus opiniones sobre los sucesos que ocurrían en el mundo. Cuando fui adolescente admiraba las proezas de los barbudos revolucionarios cubanos, su valentía y su entrega a la causa de los oprimidos. Hoy, en mi vejez, recuerdo a los Josés de esta crónica como símbolos de mi historia personal. 

El carpintero y labrador José hace años que ha muerto. Probablemente su espíritu vague por los caminos que surcan los montes de Galicia; tal vez en las noches de tormenta vigile los tejados de las casas que él arreglo, estoy seguro que se refugia en los centenarios robles que tantas veces podó. El otro José –el cubano Gallego Fernández- ha traspasado el umbral de la muerte en silencio, sin algaradas, humildemente, con dedicación a la causa de la revolución, firme en su puesto hasta el último aliento. 

Ambos reposan en la Conciencia Universal y tal vez José, el labrador, le muestre su vieja reliquia y Fernández, el cubano, y le enseñe cómo David venció a Goliat. ¡Que la tierra os sea leve!

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