Opinión

La estaca democrática

Seis y media de la mañana, frío, viento, lluvia, tiempo desapacible. Un hombre camina a pequeños pasos y con inusitada rapidez, va ensimismado en sus pensamientos, no parece consciente de las inclemencias que le rodean. Una vieja furgoneta se detiene junto a él. La conductora, una moza de aspecto robusto, con armoniosa voz se dirige al caminante: “¿Dónde va usted, buen hombre? No se da cuenta del tiempo que hace. Váyase a casa”. El hombre, con forzada sonrisa, le contestó: “Agradezco su consejo, pero tengo poderosas razones para caminar a tan temprana hora, el clima no debe de ser impedimento para que mi espíritu conecte con el ahora y para mí es muy importante que ‘el ahora’ esté en el pasado”.

20 de noviembre de 1975: Arias Navarro, con afectada entonación, da la noticia que todos esperaban con anhelo: “Franco ha muerto”. Alegría en muchos, preocupación en otros, miedo en la mayoría, ira en los más exaltados; los fascistas, expectantes; los comunistas, preparados. ¡Ruptura, democracia, libertad, amnistía! Reunión urgente en el viejo auto testigo de mil conspiraciones, noche clara, todos alerta, ha llegado el momento de organizar la Huelga General Política. Una agónica realidad se dibuja en un escenario surrealista: miles de personas desfilan, como huérfanos desamparados, para dar el último adiós al sanguinario dictador. El germen del mal ha crecido en un pueblo sumiso y temeroso; las vanguardias revolucionarias viven ajenas a una realidad insultante, injusta y provocadora. Un país dominado por fuerzas represivas con un ejército dispuesto a repetir las masacres necesarias para seguir controlando la vida de todos los españoles, con unas masas ajenas al devenir político. Tiempos difíciles, esperanzadores y al mismo tiempo, frustrantes. Fruto de ello: la Constitución del consenso y del olvido.

Fatigado, jadeante, el caminante se detiene, su andar es más lento, torpe e inseguro. Los viejos espíritus se remueven en sus tumbas: “El repugnante traidor, asesino y ladrón vuelve a ocupar el espacio que nunca dejó y llama a los hijos de la muerte a una nueva cruzada contra la dignidad y libertad de un pueblo que aspira a vivir en concordia en un clima de tolerancia y paz”. Llueve con intensidad, el cielo llora por sus hijos desamparados. La memoria histórica es reescrita por interesados y nauseabundos hijos de un trapo. Derechos pisoteados, criminales laureados, progresistas reciclados, combatientes enclaustrados, príncipes trasnochados y, como colofón, políticos avezados. 

“¡Y las hojas, ¿quién las recoge?!”, un alarido de furia estremece las ramas de los viejos plátanos; hastiados de una lucha que no tiene más que un final: ¡la muerte! El destino está escrito y nadie puede eludir lo que el futuro le depara. Ensimismado en su meditación, el caminante continúa intentando integrarse en la Conciencia Universal. Es conocedor de que el sagrado palio fue profanado por el vampiro depredador, que sigue poseyendo los cuerpos y almas de sus fieles seguidores, con la inestimable ayuda de los cruzados de la muerte y la vergonzosa pasividad de los cachorros del imperio. “Brazos en alto, prietas las filas”; los que añoran el pasado invocan la violencia engendrada por los huesos del irredento genocida. Sedientos de sangre, se retroalimentan del odio hacía “el otro”. 

La Almudena, el Pardo, Ferrol, Navarra, Cuelgamuros… ¿Dónde acabarán los despojos del tirano?, ¿dónde clavar la estaca de la Historia que le coloque en el lugar de los malditos por genocidio? El caminante se detiene, un frio sudor recorre su rostro, ¡cuarenta años de democracia y las cunetas siguen secuestrando los restos de miles de inocentes asesinados por el terror! Mientras, el botín atesorado por la corrupción del sátrapa sigue hurtado de sus legítimos propietarios. Un profundo suspiro ahoga el desgarrador alarido del caminante, una verdad ominosa se clava en su corazón: “El franquismo no ha muerto”. Solo el desprecio del pueblo puede condenarlo al ostracismo del olvido. 

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