Opinión

Los ángeles de esta ciudad

Está la plaza triste y lluviosa, pero es una melancolía elegante y serena. Como los pétalos de los geranios en esta época, que no saben si morirse de frío, si volar, o si renacer. Una melancolía madura, de humedad contenida, de calor y vaho en los cristales de los bares. Escribo en Orense, la ciudad que me ha acogido como columnista, como cronista de la vida nacional, y donde me siento como en casa. Anoche presenté mi libro ‘Dios siempre llama mil veces’ en el precioso Liceo De Ourense y hace mucho tiempo que no tenía la sensación de estar hablando para los míos, de estar en un coloquio familiar, con tantas cosas por aprender, más que por contar.

Nada habría sido igual este jueves sin la magia del amigo, del periodista, y del genio que lleva dentro Xabier R. Blanco, que presentó mi libro con un cariño y una generosidad que recordaré siempre. A Xabi hay que leerlo sin descanso en estas mismas páginas. Porque es bueno para la salud. Porque da sosiego al alma y retuerce las palabras y desliza las anécdotas como los grandes del columnismo. Porque escribe como si llevara cien años haciéndolo, entre la experiencia y la sonrisa, siempre enfundado en el páramo sereno del sentido común.

Miro la vida a través de los ventanales del Gran Hotel San Martín. Una fortaleza donde abrazarse al folio en blanco en el corazón de la ciudad. Me llevo diez páginas largas de este lugar. Dos días. Literario, romántico. Quedan pocos hoteles en España donde se pueda escribir con la felicidad con la que se trazan palabras, perezosas y soñadoras, en un café de los antes. Está el día mustio y la ciudad serena al otro lado del cristal. Y fluye la resaca de los festejos, y brilla la lluvia de las piedras de la iglesias. Todo desde aquí se ve como un poema de Rosalía. Con toda esa belleza oscurecida.
Paseo el paseo. Celebro la altura de la vida social de urbe empapada en historia. Llena de libros por escribir. Páginas que flotan, que dijeron, que dicen, que recuerdan y sueñan. Plagada de rincones de magia, donde laten versos bonitos, gallegos históricos, pero también el olor a papel en los quioscos, la extraordinaria oferta de los bares, para que la cerveza fluya bendecida por uno de esos pinchos por los que no podemos evitar el gesto reflejo de sacar el móvil y disparar, y guardarlo para la posteridad.

Termal, vieja y joven, siempre sabia. Termal de verdad, por encima de cualquier otra cosa. Y eso invita a la calma y a la contemplación. Eso marca el carácter. Ahora veo a la gente pararse, y felicitarse, y sonreír como si hubiera una esperanza después de este aguacero de cielo ennegrecido. Y la hay. La danza bulliciosa. El ejemplar de La Región bajo el brazo, el pan, la calma, los paraguas urgentes alzados al cielo. Anticipo procesional de la Semana Santa en las iglesias. Todo está por hacer cuando los mimbres son tan buenos, las abrazos tan sinceros, las palabras tan cultas, y el humor así, afilado por naturaleza, con una chispa suave y fresca de retranca gallega, la que brilla solo en esas ciudades que se saben bien leídas, bien compuestas, bien abrazadas a la cultura, a la tradición, a todo lo que las engrandece.

Anoche el frío era llevadero y los bares estaban a media luz. Pero dentro, el calor. Los canciones de Rosendo, las música de Loquillo, la de Burning. Todo aquello que podías esperar para festejar con los amigos, con esas maneras del periodismo, de los escritores, a la que es imposible no querer, de los que te dan a cambio de nada.

Me pasa como Antonio Vega, que decía que los amigos son pocos pero eternos, aunque lo decía a su manera, poética, elevada, y genial: “La transparencia, la paciencia, el sueño y el dolor / hacen amigos como los que tengo uno o dos”. Yo tengo más, claro, pero a veces parece que no están, hasta que los necesitas, y entonces surgen como flores en primavera. Son esos ángeles a los que cantó Santi Limones: esos que un buen día “estás tirado en el suelo y te ponen de pie”. Son los ángeles que a veces te encuentras sin esperarlos: “hay ángeles que te devuelven la vida / ángeles que no soñaste tener / ángeles que curaron tus heridas / ángeles que te vinieron a ver”.

Abro un libro porque pierdo el hilo. Un libro viejo, lleno de recuerdos de la ciudad que fue. El encanto de las fotografías en blanco y negro, sepia y miradas que ya no están, y que hicieron de estos barrios lo que hoy son cuando no lo eran. Y esa piedra que en cruceros se engrandece, se crece, viste la ciudad de ilustre para los visitantes, para los que llegamos del mar, fiero y nervioso, y buscamos la calma del interior. Y ni siquiera importa que no brille hoy ese sol, porque en la soledad del escritor entre el ruido de la vida, está también la magia de mojarse bajo la lluvia. Intentando cazar en la plaza, chorreando de agua fina, la imagen final, el gran cierre, para una página que es también un tributo, un sentido homenaje al lugar de donde todos, de uno modo u otro, venimos y vamos. Aquí donde el tiempo puede pararse en un reloj alzado en la fachada, el café es una trinchera en medio del ruido de la guerra, y todo invita a descansar los ojos sobre los pliegues de un viejo volumen de poesía. Poesía y rock, calma y castillos, tierra de vinos como sueños largos y lejanos.

Tierra donde volver a volver, tarde o temprano, bajo la luz de mañana, que será para siempre. 

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