Opinión

Asfalto y alcaparras

Acabo de cruzar media España y vuelta atrás. Que es un poco la vida ordinaria de un periodista que se resigna, de momento, a atracar bancos y a robar bolsos a las viejecitas. Iba y venía en medio de este dispositivo extraordinario para evitar que choquemos en carretera y, al tiempo, para tapar los agujeros del presupuesto, y me sorprendí a mi mismo angustiado por la cantidad de carteles, señales, balizas, recomendaciones, prohibiciones, y amenazas en que se han convertido poco a poco nuestras autovías. Que cruzando tierras leonesas –lo prometo a mis queridos lectores de La Región- he visto a más conductores mirando al cielo hacia el helicóptero de la DGT que con los ojos en la carretera; algo que sin duda contribuye notablemente a la seguridad vial. Y es normal esa actitud, supongo, cuando sabes que les han inyectado una millonada en presupuesto para sobrevolar y multar sin parar, y lo que es peor, les han instalado unas potentísimas videocámaras con las que uno no puede ya ni rascarse tranquilamente las pelotas sin la sospecha de que el agente Gutiérrez, desde lo alto y con media sonrisa, le estará dando un codazo cómplice al agente Martínez, mientras señala la pantallita. No se descarta el selfie sonriente junto al monitor que capta desde el cielo tan sublime instante en la vida, antaño privada, de un hombre.

Han incrementado de tal manera las prohibiciones en carretera que saldría más barato que nos señalaran aquellas cosas que está permitido hacer. Hay que ahorrar como sea y hacerlo en señales y luminosos me parece una idea extraordinaria y factible. Tampoco les estoy pidiendo a nuestros gobernantes que eliminen las autonomías y diputaciones, roben sólo de lunes a miércoles, y dejen de enchufar a la familia seis meses antes de las elecciones. No, hombre, no es eso. Hasta los columnistas tenemos alma y somos comprensivos en ciertos extremos.

Pero miren. A las habituales inclemencias meteorológicas de esta época, a la legión de conductores ocasionales e increíblemente torpes que se echan a la carretera en Semana Santa, a los accidentes, vehículos lentos, averiados y otros obstáculos cotidianos, y a las distracciones personales que nos aportan los botoncitos y pantallitas de nuestros propios automóviles, hay que sumar hoy tareas como la lectura de miles de carteles y señales, la vigilancia inconsciente en todas las direcciones -tierra, mar y aire- ante posibles controles de velocidad, el escrutinio maquinal de coches camuflados, o la mirada constante puesta en el velocímetro para evitar un mínimo despiste, que se paga ya a precio de oro sin margen de error humano posible. Al fin, con todo este jaleo, creo que nadie mira a la carretera, que es donde antes nos decían los profesores de autoescuela que debíamos concentrar nuestros sentidos. Y aún así, nada de esto una queja, que sé muy bien que lo hacen todo por nuestra seguridad. Pero confieso que cada día doy gracias a Dios porque el Gobierno no se haya arrogado aún la obligación de velar por mi seguridad en el perímetro de mi cuarto de baño.

Y a pesar del Gran Hermano de la DGT, intento disfrutar del viaje. La belleza de España en esta época explota en flor a derecha e izquierda de la carretera. Castilla dispone de rectas eternas donde el juego de campos, altozanos, y soles es un regalo para la vista y el sentimiento de los conductores. Contrasta el estrés al que nos someten dentro de la calzada, con la paz que transmiten esos campos, y esos cielos que no acaban, y por los que no me canso de ver salir las primeras estrellas, la luna mordida, y los planetas de temporada, elevándose lentamente por detrás del volante.

No todo son malas noticias para los que vivimos sobre cuatro ruedas. Se va extinguiendo ya el macarra de carretera y tal vez sea esta la mejor consecuencia de esta presión policial. Aunque todos sabemos que a este desgraciado nunca lo cogían con las manos en la masa. Pero al menos ya no se ven tan a menudo. Entre otras razones porque para hacer algo realmente gamberro en una de nuestras actuales autovías, hay que viajar marcha atrás, con los ojos vendados, y con una rueda montada en algún quitamiedos al borde de un precipicio. Y aún así es muy difícil ponerse en peligro.

Quizá por eso ha desistido el macarra y abunda el conductor educado y tranquilo, que te cede el paso, que levanta ligeramente el pie del acelerador cuando adelantas, que no pita salvo peligro de muerte, y que como cualquiera de nosotros, está ya más preocupado por las cosas importantes de la vida, y la belleza de los atardeceres, que por competir a carreras infantiles con cualquier desconocido. Que sólo de pensarlo sufro vahídos de pereza.

Por último, se da ahora una extraña camaradería entre los conductores en las gasolineras. Se han exiliado aquellos señores educados que llevaban riñoneras mucho antes de que las descubrieran los turistas horteras, que comentaban el tiempo como barberos de otro siglo, y que te servían la gasolina con arte y sencillez. Así que ahora tienes que bajarte del coche a oscuras, a menos diez grados, para llenar el depósito y ponerte perdido de gasóleo, mientras te cruzas la mirada con el tipo del coche de al lado, que atraviesa el mismo trámite, también en mangas de camisa, con el rictus cercano a la muerte por congelación, pero con la cómplice resignación del que sabe que todo es susceptible de empeorar; que este siglo cabrón terminará por hacernos extraer el petróleo y acometer allí mismo su destilación con nuestras propias manos. Y todo ello sin bajar de ese precio prohibitivo, del que trincan a placer los mismos que ponen helicópteros para multarnos. Que ya saben ustedes que cerca del 52% del montante del gasóleo son impuestos. Y aún a pesar de todo lo anterior, lo que realmente me irrita y me escandaliza de viajar en coche es que nadie haya encarcelado aún al inventor del sándwich de pavo frío y alcaparras de gasolinera. Ese pérfido cuya libertad ilustra el declive sin retorno de nuestra civilización.

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