Opinión

Dos cabalgan juntos

Eran tiempos de veranos lentos y soñadores. Solía dejarme caer por el faro, a ver entrar la marea desde la boca de la ría. Esos cielos agrietados del Cantábrico gallego, tan marinero, tan verde, tan franco. Había una nostalgia urgente, un acorde en el alma, y un montón de chicas de mañana. Un estío como una montaña rusa, salitre por todas partes, cajetillas de cigarrillos diezmadas, y la voz apagada de Enrique Urquijo haciendo vibrar los cristales del coche. Las tardes se perdían en oro, apurando horas de playa. No caía la noche sino explotaba el firmamento. Las lluvias de estrellas de cada año. El aroma amargo de los dondiegos y el primer perfume caro de todas las chicas. Las fiestas del Carmen, las verbenas en las aldeas, y los fuegos artificiales marítimos en el Náutico. Y la ría llorando sombras y luces bajo la suave penumbra de cada noche. La vida pasando entre las canciones, y las canciones pasando entre la vida.

Los amigos, los atardeceres, las juergas, las playas, los amores, las despedidas, el rock, o la tormenta. Todo cabía ya en una canción de Los Limones. Con esa extraña sed de eternidad que nos hace ser como locos persiguiendo el sueño de unos ojos bonitos, de un mar abierto y azul, de una vejez sonriente apretando la tierra de la huerta entre las manos. Lunáticos de la bohemia de la vida, románticos de ayer hasta mañana, incansables bebedores de versos. Y allí nos encontrábamos a cualquier hora. Porque por entonces el grupo de Santi Santos paseaba por Galicia su ‘Música clásica’ –aquel himno, ‘Ferrol’, era solo la punta del iceberg-, como años después su ‘7 Mares’, con tantas vidas como poemas en una vieja antología castellana. Que eran pop, country, resaca, rock, y aroma a bajamar, y eternas y disparatadas giras de verano con todo su repertorio, que levanta hoy un ilustre edificio de catorce discos y más de treinta años cara el mar; referente incuestionable de la cultura gallega, viajando a lo ancho y largo de España. Vivir para ser. Ese podría ser el estandarte de Santi Santos, un tipo disperso siempre entre la belleza lenta de una bruma ferrolana, la canción adecuada en el invierno oportuno, y el rock eléctrico de una noche de verano. En el tren de aquella soledad que a veces no estaba tan mal, un lienzo en blanco entre garabatos de las cosas y los días, un acorde provisional colgando de una vieja guitarra española, y un escenario reservado en el horizonte, para verter horas de sol a la noche. Y hoy, en cada concierto, no solo con sus canciones, sino con aquellas que le han empujado a ser lo que es, las mismas que colorean mis veranos: desde Antonio Vega hasta Siniestro Total, desde Los Secretos hasta Kiko Veneno.

Tan cercanos a la muerte, al crucero, al camposanto, los gallegos recorremos el camino siempre agarrados al presente, resignados felizmente a la vida. Por eso los grandes de nuestra cultura han trazado sus vidas en historias, versos y canciones, en inquietante equilibrio, entre la melancolía y la esperanza. La mirada celosa al pasado, pero labrando a muerte la vida, la vida de hoy. En esa galerna, casi existencial, surge a ratos el hechizo, el arte, la sorpresa. Quizá por eso ha arribado al puerto de este verano, casi sin avisar, el genio de dos grandes supervivientes de nuestra música, con un nuevo disco de Los Limones entre las redes. Con las primeras horas del estío, rosa el cielo y quedo el mar, se les ha visto llegar en inédita y marinera asociación, con diez canciones que son el feliz resultado de la luz, la voz, y el genio compositor de Santi Santos, y la producción, el barniz, la sabiduría de Teo Cardalda. “Cómplices, Limones, dando saltos, y puertas abiertas y al futuro que nos vamos”, cantan en ‘Quintos del 64’ –que así se llama el disco-, dibujando la fiesta que ha supuesto este trabajo conjunto, que desprende emociones, araña melancolías, y aúna razones para alzar las copas a la buena salud de nuestra música.

Vuelven hoy a sonar los veranos de antaño. Un disco de Los Limones y una playa. Quizá todo siga siendo igual, aunque los árboles hayan mudado tantas veces sus ropas, el mar haya enloquecido en tsunamis, y el bosque sea ahora un páramo de cemento. Las niñas de Sabina ‘ya no quieren ser princesas’, pero a los niños les sigue dando por perseguir ‘el mar dentro un vaso de ginebra’. Han llovido los años como puñales por la espalda y todo ha cambiado tanto que a veces cuesta encontrarse en el espejo. Por suerte tenemos la seguridad que la quilla proporciona a todo el barco. Que Santi Santos vuelve la vista atrás y canta en este disco a su generación, esos Quintos del 64, pero lo hace en realidad a todas las generaciones. La prueba, estos versos: “Camaradas, compañeros, coetáneos de fichero / todos hijos, muchos padres, y algunos abuelos / días grises, días claros, nacimos en negro y blanco / gracias a la vida por colorearnos tanto”.

Cierta justicia poética encierra este mágico y sereno encuentro entre Cómplices y Los Limones en 2015, tantos años después de los laureles. Brazos abiertos a esta cultura sincera, honrada, independiente –encontrar el disco es una aventura, agazapado en la web de El Patio de Teo-. Talento y perspectiva. Futuro en el presente. Así lo cantan Los Limones desde ‘la cima del mundo’, prometiendo los mejores vientos de la rosa: “En el aire algo me dice que / las cosas van a empezar a marchar bien / en los árboles y la brisa que sentí / una sensación alegre hay para mí”.

Arrojo despacio el verano por la borda de los días perezosos. Enredado en estas profundidades pop. Veo pasar la cuneta en la ventanilla, descansando en el recuerdo de los días sin platos rotos. La niñez, ese espejo deformado, siempre esconde lecciones para toda la vida. Como en el Lejano Oeste, me pierdo al volante en caminos de tierra, polvo, y valor, y hago mío otro de los nuevos himnos de Los Limones, soñando con que, a pesar de los años, no hemos olvidado la lección más importante: “De pequeño ganaban los buenos / sin explicación ni profesor / amor de animales / cariño de vegetales / geología de mi corazón”.

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