Opinión

En defensa de la foto de las Azores

Dice Nicolás Maduro que José María Aznar mató a un millón de iraquíes. Lo que no especifica es si lo hizo con indirectas, o a golpes con su cuaderno azul. Que Aznar es un sanguinario es lo mismo que opina la banda terrorista ETA, que lo quiso matar con un coche bomba en 1995. Y tal vez debió dejarse matar, porque hoy Aznar sería un hombre de Estado al que todos rendirían homenaje, en lugar del cretino que invadió Irak, aupó a corruptos, y nombró a dedo al sin sal de Rajoy. Me preocupa lo que dice Maduro, porque rara vez se equivocan los carniceros cuando hablan de las cosas de la sangre ajena. Me preocupa, primero, y me empuja después a una histórica pregunta: ¿por qué no te callas?

Felipe González y José María Aznar fueron los dos últimos presidentes del Gobierno. Ninguno de los posteriores ocupantes de La Moncloa ha tenido interés en serlo, ni mucho menos en parecerlo, más allá de lo gracioso que con tan solo estirar el dedo puedas hacerle la vida imposible a alguien, cerrar un periódico, o regalarle una licencia para lo que sea a un viejo compañero de borracheras. Esas prácticas tan españolas que, sin duda, son corrupción menor y se perdonan, siempre y cuando el resto del día el gobernante de turno se encargue de los problemas de España, sin avergonzarse ni de ser gobernante, ni de los problemas, ni de España.

Que la presidencia del Gobierno está vacante lo demuestra el hecho de que los golfos de hoy han de meterse con los líderes de ayer, signo inequívoco de la ausencia de liderazgo. Ya nadie se acuerda de Zapatero, un señor que llegó, vio, venció, se depiló las cejas, y se fue. No puede decirse lo mismo en cambio de José María Aznar, que dejó las peores obsesiones estéticas para después de la presidencia, que fue cuando empezó a preocuparle que en las fotos no le resaltaran el lado bueno. No sabían entonces los fotógrafos que para captar bien el lado bueno de Aznar, lo primero que hay que hacer es pixelarle el dedo, responsable de buena parte de nuestros males de hoy.

La Foto de las Azores, que tanto ha servido a la demagogia, es de una belleza indescriptible. Representa a cuatro hombres elegidos democráticamente para liderar sus naciones, comprometidos contra el terrorismo, sellando una alianza por la paz y la defensa de los valores de Occidente, que debía haberse ejecutado en los siguientes años, pero que hubo que dejar morir para tranquilidad del gallinero.

En contra de lo que se ha publicado, de aquella cumbre no salió ningún acuerdo de Barroso, Bush, Blair, y Aznar para matar a todos los civiles posibles, causando el mayor sufrimiento a los inocentes iraquíes. Irak vivía bajo una tiranía, la de Sadam Husein, que sólo tenía dos salidas: regalarles el poder a los islamistas, o seguir sembrando el miedo bélico, a costa de la decadencia liberticida de su país, y el desequilibrio de toda la región. Las dos eran malas. Con armas de destrucción masiva, aún peores. 

Es posible que Sadam fuera tan tonto o tan loco como para destruir las armas y no contárselo a nadie, pero de las Azores sólo salió un ultimátum –el definitivo- de 24 horas para el desarme. Sadam, después elevado a los altares por la obsesión antiamericana, era el responsable directo de gasear a miles de personas, de engrosar con cristianos las gigantescas fosas de kurdos masacrados, cuyos restos aún hoy siguen descubriéndose. Sadam ignoró el ultimátum y no hizo nada por tranquilizar a los observadores internacionales sobre sus planes bélicos o su complicidad con el terrorismo islamista, y en particular con líderes de Al Qaeda, como más tarde supimos.

Y sin embargo, lo peor de la foto de las Azores fue el ultimátum, porque lo mejor se ha visto siempre empañado por la guerra. En esa histórica alianza se sellaba el abrazo trasatlántico y el compromiso en defensa de la democracia, la libertad, la justicia, y contra el terrorismo. Roto este pacto en el instante en que la guerra de Iraq se convierte en arma política eficaz, Europa y América del Norte se quedan indefensos ante las amenazas que trataban de evitar.

Ocurre que Aznar lo hizo todo mal después, que Bush era mejor actor que presidente, que Blair no estaba seguro de querer nada en común con el resto del universo, y que Barroso estaba allí de paso, como anfitrión. No sé si alguien le ha dicho que ya se puede ir a casa o si continúa posando. 

Hoy más que nunca es necesaria otra foto de las Azores. España tiene la obligación estratégica de abrazarse a Estados Unidos, y a Reino Unido, al menos mientras se encuentre en primera línea en todos los planes de expansión del terror islamista, y mientras Francia nos siga odiando, y Alemania, ignorando; algo que ocurrirá aproximadamente durante los próximos quince mil siglos, hasta que algún desbarajuste geodésico nos sitúe de una maldita vez en Oceanía, y tengamos como aliados a los esquimales. No lo veo a corto plazo.

No. No fue Aznar el sanguinario que dice Maduro, que es un presidente preocupadísimo por las víctimas de Iraq, pero que se ríe mucho cuando las víctimas son venezolanas y se pudren en sus cárceles, mientras sus esbirros les dan calambres en los testículos y les obligan a dormir sobre sus excrementos. Aznar fue el último presidente responsable en materia antiterrorista, el último de una saga de mandatarios para los que la defensa de la nación era la defensa de la libertad y de sus valores, entre los que no se incluye que los terroristas paseen por las calles y se burlen de los familiares de sus asesinados. 

Claro que Aznar cometió errores. Qué obviedad. Muchos. Claro que su segunda legislatura fue delirante. Pero no fue un sanguinario. Sufridor en sus carnes del fanatismo ideológico de los terroristas, fue el primero en advertir que, sin reacción conjunta internacional, el terrorismo acabaría ganando, con la complicidad de los tontos útiles. Los mismos que hoy no saben qué hacer cada vez que un terrorista rebana el pescuezo a uno de los nuestros en nombre de Alá.

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