Opinión

En defensa de la sardina asada

Chesterton es un muerto raro. Cumple hoy 142 años y tiene mejor aspecto que nunca. Además ha perdido peso, algo que a todas luces le hacía falta. Supongo que todo esto demuestra que la muerte no es el final. Imposible evitar la comparación con las sardinas, en esta época en que empiezan a humear las parrillas y se amontonan los romeros. Que la muerte no es el final lo confirman estos peces, cuyo último aliento coincide con el disfrute del hombre. Chesterton representa todo lo magno que podemos encontrar en un platito de sardinas asadas, y ellas a su vez son la mejor alegoría del legado del gran apóstol del sentido común. 

Como en los textos del viejo londinense, hay una melancolía vieja en el olor a sardinas asadas. Escribo hoy a los pies de una sardiñada y este aroma me golpea los recuerdos en la punta de la nariz. Alguien dijo una vez que un hombre es tanto como hayan sido sus sardinas. Y es posible que nadie lo haya dicho, pero ahora yo lo he dicho. Mis sardinas lo han sido todo. Lo veranos, los amores, las primeras manchas de grasa en una camisa cara, y el olor inconfundible a sardina muerta, requisito, el de la partida de defunción, esencial para todo pez que quiera sumarse al ritual de la parrilla.

Aún siendo incompatible con el amor, el olor a sardina asada une más que la guerra. Una vez que dos amigos han hecho una parrillada de pescado juntos, ya no podrán separarse jamás, salvo con agua muy caliente y detergente. Los comedores de sardinas asadas están además unidos por un hilo imaginario y cuando se cruzan la mirada por la calle se reconocen al instante. Algo similar ocurre con Chesterton. Dos chestertonianos saben reconocerse de inmediato si sus ojos chocan, y en condiciones normales, también al instante comenzarán a discutir con elocuencia sobre lo más absurdo. Y lo harán con aplastantes argumentos.

Las sardinas han dado al mundo grandes malabaristas. No hay nada más difícil de sostener que una sardina asada en uno de esos platos de plástico que los fabricantes han diseñado a conciencia para que nunca olvides la ley de la gravedad. El plato se dobla, la sardina resbala, el pan se te cae, y en el equilibrio es imposible no tirarle encima el vaso de sangría a ella, que estaba guapísima con sus mejores galas en este día de fiesta. Por eso no se puede ligar durante una sardiñada. Si te ocurre y tu sardina acaba en su vestido, intenta simular que ha sido a propósito. Tal vez consigas una guerra de sangría y sardinas, y todo parezca una fiesta vikinga, y ella sea lo bastante divertida como para reírse y estamparte su sardina en la cara. Grandes matrimonios han comenzado con el golpe de un plato de sardinas contra el rostro de un idiota.

Cuando sopla el este, me viene el humo, esa brasa divina plagada de mar, y oigo el griterío de los romeros bajando la montaña. Galicia es una fiesta, diez gaiteiros, y un millón de sardinas humeantes. De niño mis simpatías por quienes tienen la habilidad de soplar la gaita eran limitadas.

Con el tiempo, añoro esas sardiñadas junto al río amenizadas por gaiteiros, con esos tipos que lanzan alaridos y tocan panderos colgados boca abajo en la zona de más calado de la ribera, y todo el mundo celebrando tan feliz circunstancia y que toque a más en el reparto. Y recuerdo esas picaduras de mosquito endulzadas por el paso del tiempo, como si fueran besos. Y el pan, claro. Ese que tú y yo sabemos. Que esconde en cada crujido todo el sabor de un tiempo en el que las cosas se hacían para toda la vida. Hoy la panadería industrial ha estropeado un poco la fiesta, pero nadie ha podido acabar con las sardiñadas tradicionales, que siguen estando presididas por esa bolla que quita las penas y sobre la que podría edificarse toda la sólida teoría chestertoniana del distributismo, particularmente feliz en lo que se refiere al reparto de sardinas.

Se discute a menudo la conveniencia de comerse o no la espina de la sardina. Algunos partidarios de hacerlo han muerto ahogados, a pesar de que en cualquier lugar del mundo, y en cualquier circunstancia, si alguien se atraganta con una espina, se desata un mecanismo automático por el que aparece alguien diciendo que tragando un buen trozo de miga de pan todo se arregla. Pero incluso los mejores comedores de sardinas saben que sobrevivir a una espina atravesada solo está al alcance de los muy profesionales. Esto ocurre por la propia naturaleza de los peces, que guardan en su interior su particular venganza contra el hombre que lleva desde el inicio de los tiempos engañándolos con un azuelito para llevárselos al puchero. Algo que les humilla sobremanera. Por eso en la evolución han elegido no tener huesos como el resto de bichos, sino espinas, que les permiten articular limitadamente su cuerpo, pero que se clavan bien en la garganta de sus depredadores. Las sardinas, nuestras amigas, no se han quedado al margen de este complot marinero para acabar con la raza humana, que nos permite hoy lanzar un recuerdo emocionado y agradecido a un héroe: el inventor de la pala de pescado.

Este aroma me envuelve en una maravillosa filosofía, entre la gastronomía y la estética. “Es un completo error suponer que porque una cosa es vulgar no es refinada; es decir, sutil y difícil de definir”, escribió Chesterton. Muy probablemente el gran escritor estaba pensando en la sardinas asadas. En otro artículo decía: “La vulgaridad es una de las grandes y novedosas invenciones modernas; como el teléfono”. Por eso no podemos encontrar atisbo de vulgaridad en las viejas romerías, ni en las milenarias costumbres campesinas, ni en el amor de dos jóvenes, sentimiento inmutable, rojizo, y elegante a través de los siglos. 

También Josep Pla supo ver más allá: “Las anchoas y las sardinas, bajo la deslumbradora claridad, se estrujan entre sí, algunas sacan la cabeza melancólica, en un esfuerzo supremo, de debajo del agua y dejan salir una burbuja muy pequeña –probablemente el alma de la sardina-”. Y culmina dando en el mismo clavo que daría Chesterton si pudiera robarme ahora la pluma: “En las cosas esenciales, los hombres y los pescados tienen un gran parecido”. Nada más alejado de la vulgaridad que la tradición. Quizá por eso mi corazón aborrece los coches de choque a ritmo de reggaeton y adora el humo de las sardiñadas.
 

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