Blog | Usos y costumbres del verano

Despedida entre picores

Escribo en mi escritorio de siempre. Por una vez en muchas semanas no lo hago desde una playa, un bosque, o mientras experimento alguna práctica deportiva de alto riesgo. Hoy es el último día de estos ‘Usos y Costumbres del Verano’ que hemos desplegado un año más durante dos meses, como el prospecto sobre las alegrías, posologías, y contraindicaciones de las tradiciones estivales. Al fin, de vuelta a la normalidad, me invade un infinito dolor por despedir esta sección, al tiempo que arrecia en mí un insufrible picor de pies. De todos los males que puede sufrir un escritor, el picor de pies es el peor, por cuanto obliga a angular el cuerpo, afilar las uñas, y rascar como si hubiera premio debajo. Una actividad a todas luces incompatible con las dos grandes pasiones de todo hombre de letras: los libros y el whisky. 


Me pican y nadie se da cuenta del drama. Que es muy difícil vivir con tal circunstancia. Y más aún centrarse en una despedida cuando el escozor late y exige atenciones sin descanso, como un adulto caprichoso. Dicen que escribir es un vicio y no saben lo que dicen. Lo que realmente engancha es rascarse algo que pica; más aún si la urticaria coincide con el final del verano, tiempo en el que la piel se muda a una punzante irritación en todos sus rincones. 


Rasco y escribo. Y solo deseo que no estén ustedes comiendo. Y que no les pique. Que sé bien que nada hay más contagioso que un buen picor de pies. Y el cerebro, traicionero, regala escozores en las plantas a todo aquel que se las mira y se las peina en busca de posibles puntos de aflicción. 
No consientas, amigo y hermano en tus picores, que nadie te rasque. Rascar pies ajenos es puerca cochinada. Pero además, no hay en la historia caso alguno de éxito en el rascado a otro. Es horrible cuando uno no es capaz de llegar a ese punto de la espalda. Pero es más frustrante aún ver que quien trata de ayudarnos, rasca con inusitada fuerza, pero siempre alrededor del punto donde debería hacerlo. “Más arriba, un poquito más abajo ¡Ahí, ahí! Ahí ya no… Casi, más a tu derecha. Al norte. Un poquito al norte. No, no, ay… ¡lo has rozado! Prueba a subir más. Rasca a las seis menos cuarto. No, no, no, a las ocho y diez, a las ocho y diez. A ver, a tus cuatro de la tarde y hacia tus doce de la mañana. Mmmmm, no, no es ahí… Casi. Bueno déjalo, que me está sangrando la espalda”. 


Saltan los escozores a los ojos y el horror es ya horrible; circunstancia que es muy habitual en los horrores. Vuelvo la vista atrás, a tantos días tecleando estos extensos artículos, y me divierto pensando en las cosas del humor, y en lo difícil que es a veces arrancar una sonrisa sin molestar a nadie. En realidad, en España es imposible, porque incluso cuando uno se limita a las más blanca e irrelevante de las comedias, aparece algún sesudo tuitero, encontrando un trasfondo ideológico de gran calado. 
Un español es hoy un tipo enfermo de ideologitis. Al español medio lo que más le pica no es la planta de los pies, sino la ideología. Sufre constante inflamación de su ser ideológico, ya tan inmenso que le obliga a verlo todo por el tamiz político, por los cuatro puntos cardinales de su escueto mapa de certezas inamovibles. Así, uno escribe que las naranjas son redondas, o que las tumbonas de la playa se pliegan a traición y se comen a los bañistas, o que el bosque es lo que pasa cuando te vas de vacaciones sin contratar a un jardinero, y aparece alguien, no se sabe de dónde, ni con qué extraño propósito, e interpreta en tus palabras un polémico discurso político. Tan en clave que ha logrado escapar incluso a la intención del autor. 


A menudo me sorprendo al averiguar las cosas que pienso. Cada día descubro nuevas tendencias ideológicas que se ocultan en mis columnas, gracias a los analistas de gruesa lupa que escrutan más allá, nadando entre prejuicios. Es tan divertido que lo pienso, y dale, otra vez el picor de pies. Me pregunto con qué me voy a rascar cuando el picor salte a las palmas de las manos. Lo haría con los dientes, si no me los hubieran roto por bromear un poco sobre Portugal. A propósito, amo con todo mi corazón la tierra de nuestros vecinos. Me gusta aún más Italia, a dónde me iré a vivir tarde o temprano. He sido feliz en Francia, en donde pasaré mis vacaciones cuando sea rico. Me gusta hacer fotos, navegar, y bañarme. El campo, las suecas, las españolas, el turismo rural, la cerveza, la ciudad, comer en las terrazas, los hoteles de playa, las maletas, las noches claras de verano, y casi todos los bikinis. 


Me gustan todas esas cosas, y en general todo el universo, y me gustaría todo más aún, si no fuera por este espinoso asunto de la urticaria que no permite disfrutar. Que estoy por cortarme los pies, si supiera entonces con qué escribir este artículo. Son muchos años caminando felizmente con la cabeza, soñando con las manos, y escribiendo con los pies. Algo habrán notado.
Ando meditando qué haré ahora, despojado del compromiso de nuestra cita diaria con las cosas del verano, y tal vez deba dedicarme un rato a la limpieza de casa. Sabes que necesitas ordenar tu escritorio cuando no eres capaz de distinguir el ratón del ordenador de todos los demás. Y ahora mismo entre el picor de pies, y esos bichos saltando entre los papeles manuscritos de mi próximo libro –creo que se han comido un par de capítulos- me resulta muy complicado distinguir nada. 


Despedida_resultSe acaba el tiempo y el espacio, y suelto un momento los pies para tenderles la mano –no pongan esas caras, están lavadas- en agradecimiento a su fidelidad. Son muchas y muy divertidas las felicitaciones recibidas durante estas semanas de Usos y Costumbres del Verano. Gracias a todos. Como es sabido, con el otoño caen las hojas y se las lleva el viento, así que no parece muy inteligente que Navarro y yo sigamos pintarrajeándolas, desperdiciando en vano ese maravilloso tiempo que podríamos dedicar, por ejemplo, a rascarnos felizmente las plantas de los pies.

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