Opinión

El día en que nació Aznar

Miércoles. Semana de Pascua. Rebasadas ya las ocho y diez de la mañana. Un Audi V8 de color negro recorre Arturo Soria. Al llegar a la altura de José Silva, transita la isleta lentamente. El abeto. El ciprés. Los dos buzones verdes de Correos. La curva y esa ligera pendiente, que en pocos metros remonta. Monotonía de la ciudad que se despereza. Atrás quedan las multitudes de las procesiones de Semana Santa y los días de descanso en el Valle de Arán. Poco o nada se parecen estos abetos envenados de la contaminación de la urbe, a los que lucían el Jueves Santo entre las blancas montañas de Garós. Reverdece entre el tráfico el recuerdo del viaje a Israel, realizado inmediatamente antes de la Semana Santa, y el regreso a la actividad con un brillante horizonte político en menos de un año.

Madrid despierta nervioso y cansado al otro lado del cristal tintado. Todos los frentes abiertos se agolpan en la cabeza en la vuelta a la rutina. La batalla centrada en el escándalo de los GAL y en la pelea contra el radicalismo del PNV. El coche enfila José Silva. La prensa lleva en portada su negativa a la retirada de la Guardia Civil del País Vasco y la llamada del líder del Partido Popular a recuperar un proyecto nacional para España. Garzón acaba de procesar a la cúpula de Interior de González. Tiemblan las cloacas. El descontrol de corrupción carcome al Gobierno y las radios braman al conocer el dispendio de sobres con dinero de los fondos reservados por todos los rincones del ministerio de Interior. Que los sobres circulan por los ministerios, y no solo en las sedes de los partidos.

Son las ocho y cuarto. A la izquierda, la boca del metro. El Audi, que se dirige a la calle Génova, alcanza la altura del cuarto coche aparcado en José Silva, un Fiat Uno. Un etarra acciona el detonador y explotan cuarenta kilos de amosal y exocera. Dos ollas, un bidón de gasolina, y un montón de metralla. En la conmoción general de la explosión el tiempo se detiene. El blindaje del automóvil ha resistido. Los terroristas han empleado un sistema diferente al que acostumbran. Más de doscientos metros de cable hasta la vaguada donde el etarra ha accionado la bomba un segundo antes de lo previsto.

La brutal explosión se ha producido unos cuatros metros antes de que el Audi blindado alcanzara la altura del coche bomba. Eso ha salvado la vida de sus ocupantes. José María Aznar reacciona, se revuelve noqueado, entre polvo blanco, restos de sangre, fuego, y el inolvidable hedor a atentado: “Estoy bien, estoy bien, ¿cómo están los míos?”, sus primeras palabras. Busca con la mirada a su chófer y sus escoltas mientras los médicos lo atienden en la clínica Belén, a pocos metros del atentado.

ETA ha intentado matar al líder de la oposición. Con la misma frialdad asesina con la que había matado a Gregorio Ordóñez tres meses atrás, en el restaurante La Cepa de San Sebastián, disparándole en la nuca mientras comía con sus colaboradores, entre ellos María San Gil.

Son las ocho y media. Viaja veloz y confusa la información en las ondas. Hay 16 personas heridas, una de ellas, una anciana que ha quedado atrapada entre los escombros, moriría pocos días después. El líder del PP se ha salvado de milagro. Se recupera, atiende a los medios. Antonio Herrero, líder de la radio española, le pregunta si el atentado condicionará su política antiterrorista cuando llegue al Gobierno. Aznar dice que no piensa en “venganza”. “Soy cristiano”, explica. Herrero le habla de “justicia”. Y Aznar no niega, pero insiste en que no ha cambiado su visión del terrorismo etarra. “En el Padrenuestro decimos que también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, afirma el líder de la oposición, con la voz aún rota, pero mostrando un aplomo y una calma que cautiva a todo el país.

Se cumplen hoy 20 años de aquel miércoles 19 de abril. ETA quiso modificar así la historia de España, en un momento en el que el cambio político parecía inevitable. Y lo era. En menos de un año Aznar ganaba las elecciones. ETA, grupo de terrorista de extrema izquierda, temía a la derecha en el poder. El PNV, con Arzalluz muy ocupado en recoger las nueces mientras otros agitaban el árbol, tenía aún mas miedo a la llegada de Aznar a La Moncloa. No por casualidad la imagen del líder de la oposición abría ese miércoles el ABC con un mensaje nítido contra los nacionalistas y a favor de la unidad. Entonces, en una España teñida de sangre inocente, venció la unidad, la justicia y la libertad.

Aznar sobrevivió al atentado y se alzó al poder. Dos legislaturas. Fueron los años más dolorosos para los etarras. Luego vino el pacto con los nacionalistas catalanes, el milagro económico, la mayoría absoluta, la entonces afamada vicepresidencia de Rato –recuerdo que era unánime el aplauso-, el distanciamiento de la calle, la oposición desleal, el dedazo, y finalmente el 11-M, donde ocurrió todo lo contrario a lo que pasó aquel 19 de abril de 1995, cuando España entera, sin más excepción que la de las ratas, reaccionó como un gran país frente a los terroristas. Era entonces normal proclamar a los cuatro vientos el lema de memoria, dignidad, y justicia. Como aquel “Basta ya” que nos unió contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Con sus errores que hoy sufrimos, aquellos políticos no negociaban con el dolor de las víctimas.

Hoy, ni memoria, ni dignidad, ni justicia. Hoy los terroristas están en la calle, mientras las víctimas soportan el peor de los escarnios y lloran al ver a los cómplices de los asesinos en sus ayuntamientos. No les queda ni el consuelo de escuchar que los españoles de bien están con ellos. Porque ya nadie habla de su dolor. Ya no mueven votos. No interesan. Olvido, vergüenza. Como si hubieran caído veinte siglos, en vez de veinte años, desde que ETA quiso matar a Aznar y con él doblegar la libertad de todos los españoles. Aquel Aznar que fue, esa mañana, fiel reflejo de la dignidad de un pueblo que se creía incapaz de olvidar a sus víctimas. Ese pueblo sereno, unido, y valiente, que nunca debimos dejar de ser.

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