Opinión

Un día perfecto

Me he levantado a las cinco de la mañana. El gallo de esta aldea está estropeado y canta a las cuatro, así que pasar unos días aquí es como una eterna resaca. Si has de levantarte, mejor que sea de modo enérgico. Siempre lo pienso. Y así es como me he abierto una ceja contra el techo inclinado de la buhardilla, tan bajo por el lado oeste de la cama, que sería capaz de decapitar con sus vigas a los siete enanitos. En cuanto a Blancanieves, no creo que vaya a levantarse de cama sin príncipe, y el último que pasó por aquí lo hizo en el siglo XX y tenía forma de galleta de chocolate. Ante un golpe imprevisto, un periodista siempre se pone en guardia, así que he optado por volver a la cama, llorar desconsoladamente, y hacer balance de daños. El gallo insiste, otra vez. De pronto he decidido que la sopa del mediodía será de gallina. A ver si dejándolo viudo, entristece, y deja de cantar.

El sol de primavera entra por las ventanas con la fuerza perfecta para despertar todas mis alergias a la vez. No encuentro las gafas de sol. Y entre estornudo y estornudo tampoco localizo un maldito pañuelo. Y con los ojos llorosos no doy con las zapatillas. Al tacto, los pies desnudos por el suelo de la habitación desconocida, muchas cosas me hacen cosquillas y no estoy seguro de que todas estén muertas. Decido pisar con alegría para espantarlas y por un instante me doy cuenta de que soy un idiota bailando flamenco en calzoncillos con un chichón como el Peñón de Gibraltar. ¡Español!, me digo. Y me arrojo escaleras abajo. Mi mente mata por un café.

Anoche apagué tan bien la chimenea antes de dormir, que ahora está todo realmente calentito en la planta de abajo. Sobre todo el salón. Aunque tal vez el sillón de la chimenea esté ahora demasiado caliente. Quiero decir que debemos considerarlo leña a partir de este momento. Para hacer café me explicaron ayer que debía aguantar con una mano el enchufe del molinillo y con la otra presionar el botón, mientras con una tercera debía presionar fuertemente la tapa hacia abajo. El problema es que no me salen las cuentas. Al fin he logrado molerlo haciendo uso de la barbilla, y en parte ha sido buena idea, porque creo que ya no necesitaré afeitarme durante una temporada.

Me encanta el olor a café. Y el día está precioso. Acabo de ver un conejo saltando por el jardín, tan blanco que parece que lo acaban de sacar de una chistera. Oculta en su mirada cierta melancolía. Lo contemplo y admito también su drama. La liebre, corre. El lince es un lince. Pero el conejo blanco y saltarín es probablemente el animal más cursi de la naturaleza. Tampoco tiene la guantera y el elevalunas eléctrico de un canguro australiano, ni la elegante simpatía de una garza real. El conejo es un peluche de sangre caliente, que sólo evoca ternura por esa manera tan nerviosa de mover la nariz; que nunca sabes si ha encontrado oro o si simplemente le hacen cosquillas los bigotes.

El café de campo huele mejor de lo que sabe. Pero uno asume que está en el monte por estas incomodidades. Tiene su encanto. Si alguien decidiera abrir aquí una de esas cafeterías modernas en las que venden café a precio de marisco tendría tanto éxito como las tiendas de yogur helado que abren y cierran por todo el mundo cada tres meses. En cambio las madalenas caseras están buenísimas. Sin conservantes, después de una noche a la intemperie, puedes utilizarlas para defenderte de los ladrones. Si tienes puntería y se te ponen en fila, con una sola magdalena endurecida puedes arrancarle la cabeza a tres ladrones.

Dicen que aquí la ducha es para valientes. Pero el aseo personal debe mantenerse en toda circunstancia. No comprendo a esa gente que no se lava porque está en el campo y, a fin de cuentas, va a volver a mancharse. Así empezaron muchos de nuestros políticos. De todos modos, no ocurriría nada malo si un fontanero revisase el funcionamiento del calentador. Los chorros inconstantes parecen responder a los caprichos de un bombero borracho, y los cambios de temperatura salvajes resultan un dolor, por mucho que tengo varios amigos que pagan para que les rocíen con agua fría y caliente a la vez en balnearios de lujo, que dicen que es genial para la circulación, pero yo prefiero tener la sangre como chocolate a la taza antes de pasar por semejante tortura.

La clave de la ducha perfecta en una casa de campo está en aprovechar el momento en el que sale el chorro con mayor presión. Esto, según he podido calcular, ocurre cada dos minutos y cuarenta y siete segundos, y se prolonga durante treinta segundos. Lo ideal es enjabonarte lo bastante rápido durante el chorrito, y aprovechar para aclarar durante el chorrón. En estas circunstancias doy gracias por ser hombre y tener el pelo razonablemente corto.

Es temprano y hace sol. Los horarios del campo están bien para la gente del campo, pero son extremos para los chicos de ciudad. Por otra parte, el aire es demasiado puro y me cuesta respirar sin ayuda de un cigarrillo. En el proceso de ventilar con inteligencia la casa está la magia para lograr ahuyentar la humedad, que es algo que se produce cada Semana Santa el mismo día en que decides marcharte. Cada año, el lunes de Pascua recibo una carta de todas las ratas de la buhardilla agradeciéndome haberles dejado la casa en perfecto estado de humedad y temperatura. He instalado un deshumidificador que funciona bien pero es un sinvergüenza: si lo pones junto a la mesa a la hora de la cena seca la botella de vino antes de hacerse con la humedad del suelo, que es lo que realmente desearías. La ventaja es que en cuatro o cinco días así, tienes el depósito lleno de tinto de verano.

El día transcurre perezoso. Un paseo matutino me hace sentir joven e incluso un puntito ecológico. Creo que ahora mismo podría reciclarme. Durante un rato los jilgueros me hacen rebosar de gozo y estoy a punto de volverme antinuclear. Pero eso me ha llevado a caminar demasiado lejos y ahora en el regreso a casa, con agujetas, picaduras, y un chichón, solo pienso en las horas que faltan para volver a cama. Problema: ya lo he vivido todo y aún son las nueve de la mañana del primer día de vacaciones. Voy a matar al gallo y vuelvo.

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