Opinión

Un eclipse en la cabeza

Extraña mala fama tiene la locura. Nada hay más cuerdo que un loco, que a menudo solo es un tipo que desea escapar de este planeta, invadido de corazones gélidos, vidas dormidas, y acontecimientos que repugnan a las pieles aún cálidas y sensibles. Un vistazo a la historia: casi todos los genios estaban locos; el resto tuvieron que conformarse con la bebida, que es una locura peor, porque mata al genio despacio y luego, tras la subida, te vuelve al bajón del folio en blanco, el erial de la imaginación, o al silencio del piano intacto, con la gran melodía temblando ausente en la punta de los dedos. Ningún artista ha hecho historia embriagado de sensatez. Ninguno ha hecho historia queriendo hacer historia.

Más de una vez me he cruzado con esos locos de mirada hueca, boca torcida, y frente brillante. Traspasan tu cordura y apelan a tu locura con esa fuerza con la que los buitres apresan bien fuerte la carroña. La buscan en el fondo de tus ojos, y yo creo que pueden verla, saben cómo detectarla en tu razón, aunque tú no la veas. En algún lugar asoma la peor de las quimeras de la conciencia, el más huero de los sueños, la más ilusa de las pasiones que han volado de la razón para instalarse sin permiso en el epicentro de tus afectos.

La locura es, desde antiguo, un instante manchado de color en la extraña monotonía de la vida. Quizá eso explica por qué tantos poetas perdieron la cabeza mucho antes de que se agotase su talento. Es el caso de Hölderlin, que firmó sus mejores versos cuando ya había perdido la vela mayor de la conciencia. Cuentan quienes le trataron que, en su escritorio, rodeado de la singularidad de su pluma y un montón de cuartillas, Hölderlin se reencontraba con la mayor de sus corduras, olvidaba todos sus delirios, recurrentes, y lograba alcanzar cotas altísimas del intelecto, la sensibilidad, y el arte. Poemas de la locura es el más salvaje de los ejemplos.

Cuando pálida nieve embellece los campos
Y un alto resplandor la inmensa llanura ilumina,
Seduce el Verano que pasó, y delicadamente
Se acerca la Primavera mientras la hora declina.
Espléndida aparición, el aire es más puro,
Claro está el bosque, ningún hombre
Camina por las calles, ya tan lejanas, y el silencio
Se hace majestuoso y todo ríe.

Releo estos versos ajenos de coordenadas racionales. Si así es el arrobo de soledades de los poetas, yo me apunto a esa tempestad del alma, a esa locura que llevó a Hölderlin a sellar un pacto secreto con la belleza rimada.
Sin banalizar el lúgubre páramo que dejan en las familias esos mayores a los que el tiempo o la vida hacen perder la razón, hay una cierta justicia poética en el olvido, precisamente en este tiempo en que hay mucho que ver y poco que mirar. Demasiadas cosas por conocer y pocas que recordar. Demasiadas manos que estrechar y muy pocas que recordar. Tiene su magia, claro, sobrevivir a la bohemia en tiempos tan superficiales, frívolos, y extremos. Por suerte, al fin las grandes cosas del hombre están creadas con cierta pretensión de eternidad, como el amor o el sueño, inamovibles a través de siglos y generaciones. 

Una fórmula, una poesía, el azaroso interior del personaje de una novela. Los genios dedican con tanta intensidad su tiempo a estas cosas, a una sola causa, que quizá eso explique por qué se les termina ensombreciendo el resto del cerebro, hasta que el crepúsculo inexorable de la razón termina por invadir y conquistar su tiempo y su espacio. Y entonces se pierden, motorcito al ralentí por una balsa de agua y niebla, en ese maldito destino sin regreso a tierra. 

Entonces, hay dos tipos de locura. La del silencio, que semeja al que va en procesión ceremonial por la vida, y la que da ganas de hablar, que son esos locos que, enfadados o felices, han de mostrar al planeta toda la excentricidad y locuacidad de su exaltación. Contra cualquiera de ellos el diálogo resulta inútil. Hablar es hablar en vano en el reino del delirio. Nada de lo que se dice desde la razón llega a tocar tierra de consciencia, y cualquier intento de impostar la locura es interpretado por el lunático como un gesto de grotesca hostilidad, que puede desatar en su corazón las más violentas aversiones. Es natural. No quieren comprensión, ni complicidad, tan solo, tal vez, un caminito hacia el silencio, y la soledad, y la mirada absorta de quién sabe dar seguridad sin intentar entender tantas rarezas como manan por una mente que ha comenzado a emanciparse de la lógica.

Al fin y al cabo, muchos lunáticos solo han levantado un gran muro aislante sobre la ácida realidad que los aflige en todos los rincones de su existencia. Tal vez, bella metáfora de la cordura, porque en este siglo plagado de las peores rémoras de la Ilustración -la de las cabezas rodantes-, lo más inteligente para sobrevivir es aislarse de la razón de vez en cuando, parar el tren de lo ordinario, y descender despacio como marcianos al mundo extraño y ajeno que siempre hemos tenido aquí, bajo nuestros pies y nuestras urgencias, esperándonos. Así, disfrutar despacio de la belleza de una puesta de sol, del olor del campo mojado tras la lluvia de verano, o del aroma otoñal de una chimenea de humo blanco, esbelto y denso. Son cosas de las que a diario solo tienen tiempo de disfrutar los locos, desahuciados de este mundo estridente y arrogante, y habitantes de un futuro mejor, quedo, felizmente irrelevante, y esperanzador, como el bostezo adormilado de un bebé. 

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