Opinión

Elogio de la rutina

El aire de la calle. Tiene que darme el aire de la calle al despertar. Necesito que los poros de la cara se me abran o lo que hagan los poros al amanecer, suponiendo que mi piel goce de semejante mecanismo. Si no, empiezo mal. De mañana, quiero el café amargo, caliente, en mi terracita de siempre. La espuma, como el patito de goma, para la bañera. Café con leche y silencioso, mientras las chicas guapas taconean en la acera y llenan de agradable perfume las mañanitas de mayo. Tiene que hacer un poquito de frío y no picar aún el sol. Tiene que estar la mesa alejada de ruidos humanos. Tiene que haber sitio en la barra para leer la prensa. Que el vecino aparte lo suficiente sus cosas para que pueda extender el periódico. De papel, claro. Y tiene que ser así. Porque si no, me cruzo. Gruño. Enrojezco en los mofletes. Me pica todo. Y soy capaz de arrancarle los ojos al primer idiota que se me ponga delante, incluido yo mismo.

De un tiempo a esta parte, los normales quieren hacernos claudicar. Normalidad, igualdad y otras gansadas para decir, al fin, que somos una panda de maniáticos porque nos molestan los restaurantes bulliciosos, o porque no podemos salir de casa sin la energía del primer café, o porque no dormimos sin antes naufragar en un buen libro. Supongo que los normales se levantan de cualquier forma, desayunan lo que sea, y entran al trabajo sin que nada perturbe su temperamento. No necesitan lo que consideran excentricidades y desprecian a quienes tenemos la sensación de salir a la calle desnudos si no hemos podido leer antes los titulares del día.

Las mil formas del café. La tuya. La hora exacta para afeitarse. La ITV del espejo del ascensor. La misma habitación en el mismo hotel. El mapa de mis gasolineras. Ese roncito del alma. Diez minutos antes cuando hay fútbol, frente a la televisión. Quejarse en el cine del olor y el ruido de las palomitas, comiendo palomitas. No ir al cine. La propina a la sonrisa más bonita de las barras de Madrid. La tortilla, en donde tú sabes. Y mi fin de semana en el mar, para poner todo en orden.

Comprar en lote los productos de cosmética, por si cierra la fábrica o por si llega algún besugo con la nueva fórmula -que será lo mismo, señora, pero no es igual-. O no tocar nada con las manos en Urgencias –algunos lo llevan al extremo de no respirar-. Odiar a muerte el chicle e, incluso, ser de Real Madrid y renegar del equipo y del entrenador siempre que haya ocasión, salvo cuando Mou está en el banquillo. Son pequeñas rutinas, divertidas seguridades, rincones de felicidad.

A la hora de viajar, pocos bultos. Y los sueños, para el verano. Y la maleta a la vista en las estaciones, que hay mucho ministro de Hacienda suelto. El coche limpio antes de partir, y botes de líquido de lentillas por todas partes. Me niego a llamarlo “solución”: me lo he echado mil veces en los ojos y sigo viendo fatal. Que en la playa no me interesan las conversaciones de los demás, les digo, que no sé cómo hacerme entender, que ya nadie respeta el rumor del mar. Que aborrezco los crucigramas resueltos en los bares. ¿Cómo pueden estar en libertad tipos tan perversos? Y me exaspera de madrugada, en cualquier pub, discutir sobre mis columnas. Y a cualquier hora. Vertiendo miles de palabras cada semana, creo haber agotado todo lo que tenía que decir sobre cualquier asunto, y no tengo interés en defenderlo más allá del papel, con un cubata en la mano. Estoy dispuesto a darle la razón a quien quiera, siempre que pasemos a hablar de otra cosa.

Tal vez esté en los genes masculinos, pero preferiría llegar a la madrileña plaza de Santa Ana pasando por Laponia antes que preguntarle la ruta a esos señores que pasean la villa deseando que alguien les pregunte algo. En la época de la bolita azul inteligente, preguntar cómo se llega a cualquier lugar es una falta de respeto a la tecnología que llevamos en el bolsillo. Ustedes lo hacen porque nunca han visto llorar a una bolita azul. Les aseguro que conmueve.

Nuestra emisora de radio, ese cine que nunca dejaremos de ver, algunos libros eternos. La columna sin la que el periódico nos parece huérfano. Los articulistas más nuestros, los intocables; que yo me siento cojo si no me paseo cada pocos días por la prosa de Ignacio Peyró –el mejor-, de Enrique G-Máiquez –Chesterton vive-, de Xabier R. Blanco –el espolazo de cada día-, de Marta García Bruno -¡qué hallazgo!-, o de Beatriz Manjón -¿Vocento sabe el gran talento que tienen desterrado al final del diario?-, por citar algunos.

Y la ropa. Ahora que hemos conseguido que los fabricantes de camisas no impongan la acupuntura a sus clientes, es buen momento para que el mundo comprenda que no podemos estrenar la ropa sin lavarla. Es la diferencia entre ponerse una camisa o salir a la calle vestido de cartón. No creo convertirme en Woody Allen si pido que el lavado sea triple cuando se trata de prendas destinadas a lugares en los que uno acostumbra a reservarse el derecho de admisión. Las zapatillas, modelo único para toda la eternidad. Y hay tres clases de prendas en el armario: me sirve hoy, me sirvió ayer, me servirá mañana.

La mejor conversación en la peluquería es el chasquido brillante de las tijeras. Los libros no se prestan; a veces se regalan. Un cartel debería prohibir las conversaciones en los baños de caballeros, carabina en mano. Y en la iglesia, hasta el Vaticano ha pedido a los curas que limiten el circo de abrazos, cariños, y besos, que se propinan los fieles modernos, que no se sabe si se están dando la paz o es que va a partir el tren al meollo de la segunda guerra mundial.

Se me acaba el espacio y estos señores querrán irse a la cama. Pero ahora que el individuo es sospechoso de todo y se indulta sólo a la marea, ahora que respetar costumbres es inequívoca señal de carcundia, necesito gritar al mundo que no soporto que cambien todos los malditos días la textura de las bases de pizza.

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