Opinión

En las entrañas de un mojito

Esas escapadas de fin de semana al campo sirven para recordarte lo placentero que resulta ducharse en agua caliente, sin intervalos de agua gélida, y sin lagartos en el techo. Quizá no valoramos lo suficiente las comodidades que tenemos en la gran ciudad. Es cierto que el monte proporciona un silencio de lo más relajante por las noches, pero a cambio el agua sabe poco a cloro, las cervezas de la nevera están caducadas de hace seis veranos, y en general, parece evidente que a todo le vendría bien una buena pasadita con la aspiradora. Especialmente a esos caminos llenos de polvo que te dejan el coche como una croqueta llegando a la meta del Paris-Dakar. Y por supuesto a las lechugas. Que aunque parezca increíble, en lugares como éste crecen directamente en la tierra sin las bolsas de plástico alrededor. Si viene una inspección de Sanidad por aquí, nos cierra la huerta.
Me he venido al pueblo a pasar esta primavera que le ha nacido al invierno entre las jorobas, y he sido recibido con la hostilidad habitual. Sin agua caliente, temperaturas extremas, y la chimenea húmeda, riéndose de mis cerillas. Superviviente a la dura hazaña un año más -al menos a esta hora-, me dispongo a responder a la pregunta que siempre me hacen los lectores por la calle, en la cola de la charcutería, y hasta en los probadores de El Corte Inglés: “¿cómo consigue usted encender la chimenea de su casa de campo en invierno?”.
Hacer fuego es mucho más fácil cuando estás intentando hacer otra cosa. Por ejemplo, fumar en un pajar, arreglar un cortocircuito, o lanzar bombonas de butano por el hueco del ascensor. En cambio, se vuelve una tarea ardua cuando lo que quieres incendiar es la chimenea, y quieres además incendiarlo a propósito. Las llamas son caprichosas. Pero casi todo en una casa de campo responde a extraños antojos. Llevo dos horas peleando con el calentador, desatascando cerraduras oxidadas, matando arañas venenosas, y dando un masaje cardiaco a un ratón que yace en parada respiratoria sobre el sofá del salón. También hay un gato babeando en la ventana, contemplando la escena. Y si mis ojos no me engañan, tengo unas cabras hacinadas en la puerta de casa, mordisqueando la hierba que brota entre las juntas. Es posible que se nos esté yendo de las manos. Se sabe que has perdido el control de tu casita de campo cuando no puedes distinguirla del resto de la naturaleza sin ayuda de una desbrozadora.
La chimenea está ahí y lo sabe. Y yo estoy aquí y también lo sé. La batalla ha sido rápida. Conocemos nuestras debilidades. A mi me cuesta muchísimo serrar leña nueva, y ella sucumbe ante las llamaradas del periódico. Como periodista, experimento un particular placer freudiano encendiendo chimeneas con toneladas de bolas de papel de periódico. A menudo utilizo mis propios artículos que, por cierto, arden genial. Por desgracia, no siempre la llamarada se mantiene después del punto final.
Dicen el Manual del Buen Bombero que para que se produzca fuego de verdad, han de interactuar una sustancia combustible, una comburante, y una energía de activación. El precio del combustible está por las nubes, así que puedes sustituirlo perfectamente por madera. El comburante no sé lo que es. Prueba a echar a la chimenea unos chorizos envueltos en papel de plata. Y en cuanto a la energía de activación, lo habitual es que sea el propio fuego. De ahí que el viejo manual de los bomberos caiga en este punto en un dilema filosófico: ¿se necesita fuego para hacer fuego?
Soy muy partidario de hacer leña del árbol caído. De lo contrario, tendría que salir al jardín y liarme a hachazos con el limonero y no estoy seguro de poder prenderle fuego a eso, con la savia vibrando aún por sus venas, o como se llame lo que tengan los árboles en el conducto por el que a Rajoy le corre la horchata. Para un buen fuego de chimenea, lo ideal es combinar pequeños trozos de leña astillados, con troncos mucho más gruesos y duraderos. Puedes utilizar como modelo el maravilloso libro de mi amigo Ignacio Peyró, Pompa y circunstancia. Con dos o tres troncos del grosor de Pompa y circunstancia tienes fuego para toda la semana.
Dicen los del campo que las piñas ayudan a encender el fuego. Nadie lo ha probado científicamente. Da igual. Yo siempre lanzo un montón de ellas a la chimenea porque me divierte muchísimo ver cómo estallan y cómo me saltan brasas a la camisa, y mi sastre está encantado con mis aficiones de idiota de ciudad. Ahora venden en el chino unas pastillas cuya clientela objetiva se limita a terroristas y encendedores de chimeneas. Con ellas todo arde con tal facilidad, que podrás prescindir de lo demás. Yo no las utilizo, porque disfruto quemándome los dedos al apurar cada cerilla intentando que prendan un par de palitos.
La satisfacción por haber logrado encender la chimenea dura exactamente lo que tardas en darte cuenta de que la nevera no enfría, el congelador congela demasiado -lo sabrás cuando estalle la primera cerveza-, y la cisterna del baño tiene la misma potencia que un mitin de Pedro Sánchez. Lanzo un enigma a los científicos: ¿puede el calentamiento global estar llenando mi cama de cascotes de hielo?
Todas estas incomodidades que tecleo aquí al borde de la noche no son nada en comparación con el amanecer dentro de unas horas, cuando el cielo azul llene de luz la casa, y los pajaritos sustituyan al gorjeo de Twitter para desperezarme. En serio, aquí hay pajaritos de verdad. De los que hacen pío, pío, y no se pueden retuitear. Aquí nadie puede encontrarme, excepto los vecinos de los alrededores que están encantados de no encontrarme, y las ovejas, que hablan un lenguaje increíblemente mas rico que la mayoría de los políticos que copan las conversaciones en la ciudad. Aquí nos interesa solo lo importante: el queso, el chorizo, y el vino. Y que no se apague, por Dios, la chimenea, o en vez de una columna tendré que enviar al periódico un frío obituario. El mío.

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