Opinión

Epístola al corazón urgente

Si supieras que en los versos está todo lo que buscas. Si quisieras dedicarle un tiempo a la vida, al lento transcurrir de la calma, a la pereza del reloj. Si pudieras saltarte tu tiempo, volar, volar muy lejos, volar a otro siglo y respirar profundamente y dejar que el aire puro de la historia vivida se cuele hasta el fondo de tus pulmones. Si pudieras apagarte, reiniciarte y olvidarte. Desprenderte de los lazos que te atan al cable, eléctrico y traidor, alzar los ojos, en estos días de muchas flores, de cielos larguísimos a la hora de la cena, y de playas que van dorando su piel al caer la tarde, sin filtros. 

Si fueras capaz de mirar a los ojos a las chicas guapas y callarte de verdad. Si descifraras el camino hacia la luna y pudieras dormir esta noche allí, como Enrique Urquijo en aquel disco de "Los Problemas". Si escucharas un rock and roll y vibraras más que las cuerdas de la guitarra. Si supieras que la amistad es más importante que casi todas las miserias del mundo, que hay abrazos que curan más que cualquier hospital, y que detrás de una lágrima, como cantaban Los Limones, siempre queda una canción. Y que las cosas pasan y todo sigue razonablemente igual. Porque estos días son un pliego en la historia. Diminuto.

Si pudieras vencer la droga tecnológica y despertar un día en el campo, acariciar un trozo de madera y sentir toda su aspereza, con el barniz reventado por tantos inviernos como veranos, astillada por el viento del calendario. Y ver cómo se espantan cientos de pájaros cuando te acercas al árbol, y tirarte en la hierba a ver pasar el ruido del silencio, y cortar despacio una rosa y besarla y arrojarla al río. Si vieras crecer esas nubes de humo de tu cigarro, bajo el sosiego punzante de una lluvia de estrellas, disfrutando de sus matices y contoneos en su camino al firmamento. Si entendieras que el ciclo de la naturaleza está lleno de señales que apuntan bien alto, y se atan bajo tus pies a la tierra, y se abrazan, y se aman, y se quieren para toda la vida. Que hay un mundo ahí debajo, como lo hay también allá fuera, desde donde lucimos como una pelota azulada y exótica. Que eres, al fin, una gota iluminada por el reloj, en la infinita sombra del universo, y que caerás, vencido o venciendo, como caen las cañas en las terrazas esta tarde calurosa.

Si la guerra y el dolor ajeno te enseñasen algo, aparte de acelerar tu corazón y encender la ira de tu justicia. Si fueras capaz de dar un paso más en tu empeño por salvar el mundo y levantarte del sillón, y desprenderte de los auriculares celosos de tus consignas de partido. Si tuvieras tiempo de pararte en los ojos anónimos de los telediarios, que están siempre llenos de historias, a veces espeluznantes, y que te llaman más allá de todos los editoriales racionales, de todos los vendedores de humo. Que esos ojos no saben leer, no tienen tertulia, no quieren saber. Que piden su rato a la felicidad con la boca pequeña, que la vida les ha enseñado que el derecho a ser feliz no existe, porque la felicidad es un tesoro misterioso que solo está al alcance de cualquiera que no lo busca.

Si escucharas, en estas noches de verano, el sonido de tu corazón, esa huella de Dios en tu vida, como el traqueteo de un tren cansado, y pudieras descifrar las palabras de altura que suenan en tu cabeza cuando la madrugada se acuesta sobre el telón malva del amanecer. Si escucharas lo estúpida que suena tu risa de adulto y lo sincera que relucía hace treinta o cincuenta años, cuando aún nadie te había arrebatado aquella ingenuidad tan preciosa de la niñez.

Si dejaras de pensar en lo que te debe el mundo y comprendieras que es mejor atrapar el tiempo entre las manos, y vivir mientras la vida brille, y morir cuando toque morir; con la sabiduría incompleta de un abuelo, con el corazón de una niña enamorada, con la grandeza de un voluntario en una catástrofe, con la serenidad de cristiano viejo saltando al más allá.

Si las flores fueran lo más importante. Si te embriagara su aroma, si te hipnotizaran los pequeños milagros de sus edades; podrías beberte de un trago su metáfora. Si además de salir siempre de casa, una de estas tardes serenas, te decidieras a entrar a fondo, y levantar los papeles más viejos, y verte reflejado en las primeras líneas de un cuaderno de colegio. Con tus trazos irregulares y temblorosos, y tus manchas de chocolate en las anillas, y con esos borrones, llenos de ilusión porque se acercaba la hora del recreo. Aquel niño eras tú. Como hoy.

Si dejaras de frotar la lámpara mágica que alimenta tu ideario y probaras, siquiera un rato, a leer algo más. Si fueras capaz de abrir libros perdidos en el desván, de mojarte de las vidas de hace vidas, de los sueños de hace sueños, de los siglos de hace siglos. Pensadores, novelistas, y poetas. Canallas y virtuosos. Pérfidos y geniales. Todos te están esperando.

Enamorados de las letras y viajeros que no podían viajar, y atormentados envueltos en versos, y monjes copistas de cuando nada quedaba registrado en cámaras de seguridad. Y lenguas que servían para abrirse camino en el mundo, ingeniosos hidalgos cervantinos, y poemas de Manrique a la muerte, y la negra sombra de Rosalía, y la sonrisa silenciosa de Chesterton. Y esos novelistas de hoy, capaces de retratar el dolor del nihilismo y de las almas arrojadas al vacío con un bote de antidepresivos en la mesilla. Que el mundo, y el cielo, y tus ojos de gata, y tus manos de soñador, tienen una historia eterna que escribir, unas notas que leer en la naturaleza, un bastión que defender contra la corriente del mar, zozobrando, y muchas noches insomnio para devorar en paz eso que llaman cultura.

Si pudieras bajarte en un puerto, frenar la histeria de tus luchas, despedir al rencor, y diluir la prisa en la suavidad de otro verano adulto, campo abrevado para la ilusión del niño que aún no hemos logrado matar. Si pudieras encontrarte con los ojos asombrados de ese niño y acogerlo hasta que el tiempo muera, habrás ganado otra vida para tu vida.

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