Opinión

La España ajena

photo_camera No hay nada más intenso que una copa iluminada por la tediosa actualidad política, por lamaltrecha economía, o por los puñeteros protocolos médicos.

Me gustan los bares viejos y los pianos limpios. Me gusta el traje acartonado del pianista, las barras con huellas de muchos codos, y la sonrisa distante de una camarera, tímidamente rubia, tímidamente pálida, tímidamente tímida. Me gusta el olor añejo de la tapicería, las melodías de los años 40, y que la gente fume. Me gusta, sobre todo, que la gente fume, y que haya niebla en los bares, y que todo el mundo tosa, y que circulen los cigarrillos de una mesa a otra, y que alguien estirado y elegante salude con gesto fugaz al entrar mientras apura la zancada para llegar a la mesa donde le esperan. Me gusta, en fin, todo lo que ha hecho que España disponga de un fenómeno cultural en los bares, que son algo más que dispensadores de borracheras urgentes y amores de unas horas, que son poso intelectual, virtud de belleza, y canción triste de la melancolía por todos los amores inalcanzables. Son el Balmoral de Loquillo. El Gijón de Pérez-Reverte y de todos. Y cualquiera de Alvite.

He estado esta semana en uno de estos pubs con Ignacio Peyró, que es tal vez el mejor escritor de nuestra generación, junto a Kiko Méndez-Monasterio, Marqués de la Columna de España, Manuel Jabois, inevitable escuela de talento, y David Gistau, grande desde pequeño, peso aparte. Con Peyró, amante también de los bares con caspa, departimos entre ginebras y cosas con burbujas, y hablamos de libros viejos, de pasados y presentes, sin dejar nunca de actualizar el barómetro del gilipollas contemporáneo –España es una mina-, y sin detenernos más de lo necesario en ningún asunto realmente importante. Que no hay nada más intenso que una copa iluminada por la tediosa actualidad política, por la maltrecha economía, o por los puñeteros protocolos médicos en los que toda la España bocazas ha cursado estudios de un mes a esta parte.

Al ir sucumbiendo al reloj las primeras dobleces de la noche, logré que me hablara de su próximo libro y casi desvanezco en un acceso de aguda melancolía. Peyró ha escrito un libro que debería leer toda Inglaterra. Y si las tasas de abandono escolar y analfabetismo no estuvieran tan becadas en España, también en nuestro país muchos lectores deberían acercarse a este ladrillo. He de referirme a esto como un ladrillo, porque entregado el ejemplar a las puertas del bar, tal vez por lo confuso de los vapores de la ginebra, se me resbaló de las manos y cayó a mis pies, y tengo cita con el traumatólogo para este lunes, para intentar reconstruir alguno de los huesecillos que rodean al tobillo, convertidos hoy en papilla ósea; pero eso sí, papilla ósea desasnada y revestida de un elegantísimo fulgor intelectual. Bien. Digámoslo. Peyró ha escrito un tocho, una barbaridad, un plomo, pero es lo mejor que ha podido pasarnos. Hay dos, quizá tres, escritores en España a los que se les puede agradecer la extensión, incluso si supera la obscena opulencia de las mil páginas, porque de ello deriva un disfrute aún mayor en el lector. El joven –es un decir- Ignacio Peyró es uno de ellos.

El libro es una enciclopedia de lo británico, y más. Es un manual de buenas costumbres anglófilas, y más. Es una lección de historia y de fugaces historias de lo diminuto, y más. Es un ejercicio de belleza literaria, y más. Y siempre más. Y luego está el título, cima de ese Everest literario al que nos obliga a subir el sinvergüenza del autor, imposible atinarlo mejor: “Pompa y circunstancia: diccionario sentimental de la cultura inglesa”.

Me cuenta todos los detalles sobre su obra, con sus habituales y fingidos pudores para hablar de sí mismo, mientras clavamos el codo en el borde mullido de la barra, y un viejo canoso, impecablemente uniformado, muda las miradas furtivas a la camarera por leernos el cogote, e integrarse como oyente casual. No muere de celos ella, más bien bendice el alivio regalándole una sonrisa a Ignacio. No inquieta a los bebedores de lo literario la jugada del viejo, porque en el silencio y la discreción, se perdonan casi todos los pecados de las malas artes sociales.

Despertábamos de los sueños, exclamaciones, y lamentos por la vida vieja perdida, hablando de que, antes de casi todo, los ingleses sabían resultar elegantes, divertidos, brillantes e idiotas, repartidas sus virtudes y fracasos con el suficiente sentido del humor como para convertir una amalgama de extravagancias culturales en lo que comúnmente conocemos por un inglés; al menos, antes de que se inventaran los estadios, y comenzaran a aullar, eructar, y a recuperar el terreno perdido de la ordinariez, en las escamas de esa “pompa y circunstancia” de los años de sombreros británicos y, supongo, un cierto olor a naftalina.

No me gusta cuando el pianista quiere ser más importante que el cliente, cuando el dueño se pasea por el bar con el pecho hinchado, o cuando la camarera cree que puede saltar la barra y meter su belleza en reuniones ajenas. Hay un código de bar viejo no escrito y consiste en que todo lo que debería estar prohibido, en realidad lo está, aunque sea en algún secreto lugar de la conciencia de lo estético. Y lo está, incluso aunque hablemos de bares de Madrid, quizá último bastión del alcoholismo reaccionario y prudente, muy anterior a esa invasión de la castaña de sábado, las luces láser, los orangutanes de gimnasio, y las chicas sin clase, casi desnudas, aspirando a convertirse en Miley Cyrus, y aspirando en general más de lo que deberían.

Lo comento con Ignacio y el viejo observador asiente sin darse cuenta. Mientras, un amigo común irrumpe en el bar, y pregunta por una botella de ginebra llena de polvo que hay al fondo de la barra. Lo observo, mientras arruga la nariz asomada a la ginebra misteriosa, justo antes de esbozar una placentera sonrisa, y me doy cuenta de que el talento y el buen gusto acaban siempre poniendo el codo en la misma barra. Es una relativa justicia poética, una victoria póstuma, un brillo de luz en las tinieblas de una España y un siglo que, joder, cómo me irrita escribirlo, ya no es para nosotros.

Tengo para mí que cada vez que dos bohemios de lo añejo se juntan en un bar, Dios no mata a un gatito, sino que atormenta a un capullo con barba macro y pendiente en el interior del lóbulo de la oreja.

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