Opinión

España iletrada

Dice el CIS que los españoles cada vez leen menos. Lógico. Están muy ocupados viendo los documentales de La 2. La última encuesta refleja que el 35% no leen “nunca o casi nunca”. En un extraño arranque de ironía sociológica, el autor del cuestionario pregunta entonces a los que huyen de los libros si lo hacen por “problemas de salud” o “mala visión”. A lo que naturalmente el pelotón iletrado responde que no, que su único problema es que leer “no le gusta” o “no le interesa”. En síntesis, leer es un coñazo para el 35% del país. Quizá esto explique también la intención de voto. Que es una intención aburrida. Una intención sin intención. 

En otra genialidad de los autores del barómetro, sabedores de lo difícil que resulta extraerle la intención de voto a un español sobrio, preguntan sutilmente a los encuestados por la “simpatía” que les generan unos y otros partidos. Y entonces sale a la luz la clave electoral del momento, y es que la gran masa ciudadana sólo conserva ya simpatía hacia un partido, el del domingo. Que al fin y al cabo, si algo no falla en España son las pelotas y la televisión, que se encuentra en más del 97% de los hogares. Un dato asombroso, porque refleja que los españoles ya tienen más televisores que hogares.

Un análisis concienzudo y pormenorizado de los datos –le he dedicado dos tostadas del desayuno-, confirma que casi nadie lee tampoco en soporte digital. Así que los apocalípticos apóstoles de las nuevas tecnologías tendrán que esperar aún para proclamar que el acceso digital, masivo y gratuito, a la cultura ha logrado desasnar España. La buena noticia es que el sabio y cultivado pueblo español predice en la encuesta que el papel y lo digital convivirán en el futuro. Lo que no especifica es si lo harán dentro o fuera del cuarto de baño.

Reclama al Gobierno el sector del libro un plan de urgencia para el fomento de la lectura. Sírvase con hielo y tres dedos de whisky mi más absoluta desconfianza hacia tales iniciativas. A saber. El nuestro es hoy un país de 46 millones de adolescentes. No hay plan que valga. La única forma de que abandonen ‘Cincuenta sombras de Grey’ y cojan un libro por primera vez en su vida es prohibiéndoselo. Y dudo que Mariano Rajoy se atreva a prohibir la lectura, a pesar de su acreditada pericia para meter palos en las ruedas de los periódicos incómodos. 

Desde niños nos han contado que la lectura es un hábito, como si de comer verdura se tratara. Y eso sólo ha hecho nacer en mi ochentera generación un extraño sentimiento de heroísmo literario, quizá por ser la última en acercarse a la librería a comprar libros. Pero esa trampa educativa del hábito ensombrece una gran verdad: que leer es un placer. Y que no es obligatorio. Aunque en esto no es necesario insistir. Casi todo el país tiene claro que lo único importante y obligatorio es poseer un título universitario que llevarse al paro. Y nadie ha dicho que para conseguirlo sea necesario leer. 

Leo en El País, en un reportaje de exaltación de la lectura, que los finlandeses se meriendan casi 50 libros al año, y que deberíamos tomar ejemplo de ellos. Y no tiene mérito, porque supongo que a nadie se le ocurre nada mejor que hacer en Finlandia, tan pronto como te has aburrido de las guerras de bolas de nieve en invierno –o sea, casi siempre-, y de flipar durante días con el sol de medianoche en verano. España, en cambio, tiene bares, fútbol, solete, un huevo de estaciones, noches como Dios manda, y un montón de cosas en las que perder el tiempo sin necesidad de ejercitar el cerebro. En ese aspecto, somos infinitamente privilegiados. 

La historia y la cultura española resultan por sí mismas un montón de libros abiertos de los que la gente, incluso sin leerlos, ha de empaparse obligatoriamente. Que es imposible cruzar Madrid, o Sevilla, o Santiago de Compostela, sin mancharse de tantas cosas que enriquecen, que embellecen, que llaman al intelecto, a las referencias culturales, y al amor a la historia del pensamiento. No toda Europa puede decir lo mismo. En la Laponia finlandesa hay unos paisajes que cortan la respiración, sí, pero Don Quijote se moriría de frío, lanza en ristre, arremetiendo contra molinos de hielo ante la divertida sonrisa de los autóctonos Sami. 

De cualquier modo, abochorna ver que la media de lectura de los encuestados por el CIS se sitúa a la altura de la valoración de nuestros líderes políticos. Entre 2 y 4 libros alcanzan a leer –con enorme esfuerzo, imagino- más del 40% de los españoles a lo largo del año. En digital o analógico. Da lo mismo. Un tipo que reconoce en público, frente a un cuestionario, que no lee más que dos libros al año, confiesa en realidad sin rubor que vive en un estado muy próximo al salvajismo. Cualquier día se subirá a un árbol ayudándose de los dientes, la emprenderá a cabezazos con sus compañeros de piso, o creerá que el modelo venezolano es lo que necesita España para salir de la crisis. Que al fin, casi todo está ya en los libros. Y a esta hora de la historia, casi todo ha sucedido ya.

Con todo, el viaje a la cultura es personal. Afortunadamente. Sólo hay algo más cargante que un país de analfabetos y es un país de tipos que saben demasiado de todo. Lo realmente preocupante no es que ahora los españoles no lean. ¿Acaso sí lo hacían cuando votaron a Zapatero por arreglarse las cejas? Lo que asusta es ver que ya ni siquiera les preocupa aparentar esa estética intelectual de poseer una nutrida biblioteca, o de caminar por la calle con un libro sin empezar debajo del brazo. Hoy nadie sabe lo que llevamos en estos cacharritos electrónicos, y los capullos que hemos redescubierto las gafas de pasta sabemos mejor que nadie que ya no es necesario leer para impresionar a las chicas. Un drama mayúsculo, de verdad, que España no lea. A ver qué coño hacemos ahora los 46 millones de escritores españoles

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