Opinión

Los españoles de tinta de Mingote

photo_camera Antonio Mingote.

Me quedé con las ganas. La entrevista a Antonio Mingote fue imposible. La actividad del genio era tal, que cada jornada suya de trabajo podía equiparse a la producción de 762 chinos jóvenes a lo largo de un mes. Tanto apuraba la vida, que era imposible lograr detenerlo un instante junto a un teléfono. Isabel se encargaba de concertar las citas. El gran dibujante se mostraba siempre dispuesto a hablar de su vida y de su trabajo, a pesar de que no hay nada más coñazo que un periodista intentando hacer la mejor entrevista de su vida a quien ya ha hecho la mejor entrevista de su vida un millón de veces.

A Mingote la creciente sordera ya no le permitía asomarse al teléfono, y su voz gastada por la edad tampoco facilitaba las comunicaciones. Alfonso Ussía siempre ha dicho que la del célebre dibujante era sordera selectiva. Se trata de una extraña dolencia que hace que algunos sordos recuperen milagrosamente la audición cuando el que habla carece de bigote, luce suave acento francés, y un extraordinario parecido con Nicole Kidman. Sin bigote y con ciertas dificultades para semejarme a la actriz australiana, me empeñaba a veces en que se pusiera al aparato y era una pretensión tan estúpida como intentar peinarse dándose cabezazos contra la pared. Por suerte estaba su mujer Isabel, amable y fundamental intermediaria, para que el caos creativo encauzara si quiera frugalmente su universo de hombres solos, callados, lunáticos, cuerdísimos, y absurdos. Sea como sea, aquella cita periodística la pospusimos varias veces y todas por culpa nuestra. Luego pasó el tiempo muy rápido, enfermó, falleció el 3 de abril de 2012, y me quedé con el bloc de notas vacío, el bolígrafo huérfano en la mano, y mi cara de solemne gilipollas.

Conocí a Mingote sólo por su obra, y no se me ocurre frase más estúpida que escribir sobre él. Porque pocas obras tan inmensas, elocuentes, y preparadas para representar fielmente a su autor. Frustrada la entrevista y perdida así la ocasión de charlar con él, tuve que conformarme con las divertidas hazañas que me contó Alfonso Ussía, y confieso que no fue difícil contentarme con semejante privilegio. Nada me produce más envidia que conocer de segunda mano la genialidad de ese olvidado ejército de satíricos, de todos los colores, que hicieron que España sonriera incluso cuando nada tenía gracia. Magos que dibujaban y escribían sin buscar la carcajada, grotesca y siempre un poco ordinaria, y se contentaban con la sonrisa del ingenio. La gran verdad es que no sólo buscaban la risa, aquellos sinvergüenzas de La Codorniz, todo ese talento que ahora se pudre en las tiendas de antiguallas. Eran la milicia del absurdo y el dardo inocente, y vivían entregados a su lunática genialidad, abonados al guiño sutil que hace revolcarse de risa al enanito barbudo que llevamos en la azotea.

Escribo hoy del académico de Sitges porque el pasado jueves quedó instalado en El Retiro de Madrid el monumento en su honor; una escultura de Alicia Huertas, situada detrás del banco en el que Mingote acostumbraba a sentarse. Al acto acudieron toda clase de enemigos políticos, aparcando por un día sus aburridísimas diferencias, para rendir tributo al humor, a la inteligencia, al ingenio. Al fin, en este país de cortísima memoria, a veces se dan gestos que consuelan, y que nos quitan esas ganas tan cínicas de largarnos al extranjero.

A lo largo de la historia, cada vez que España pierde el sentido del humor, cosa que ocurre a menudo, saca al bicho que lleva dentro y enfanga las calles del odio y la división, cuando no de sangre. En paralelo a esa miseria, siempre ha habido un puñado de españoles ofreciendo sus vidas y su genio -el de ingeniar, no el de gritar- para evitar esa tragedia cíclica, que estalla cuando el hombre se toma demasiado en serio a sí mismo durante un periodo prolongado de tiempo. Mingote supo pintar miles de almas blancas, tipos enamorados de la locura y de la soledad, que como tontos con buen corazón dan incluso la espalda a los lectores y miran hacia su horizonte invisible, o flotan sin una razón sólida que los sostenga al suelo del dibujo, o miran al otro lado de la viñeta en enigmático silencio, cruzados los brazos. Eran esos españoles de tinta de Mingote un modelo a imitar, incapaces de zaherir más allá de lo que alcanza la espada de su divertida chifladura.

Desde que Mingote no pinta las cosas de la vida, los titulares se han vuelto demasiado intensos, las urnas parecen más crematorias que democráticas, y los lectores de los periódicos ya no chocan con las farolas a la hora de los cruasanes calientes. Ahora hay cientos de humoristas que se estiman tanto y se toman tan en serio, que para hacer el humor necesitan una legión de guionistas que les hagan las gracias sin salirse de su casilla ideológica, sin poner en riesgo la invitación a la copa de Navidad del partido, sin arriesgarse a reírse por error de los suyos. Son los desgraciados: dícese de los sin gracia. Que creen que el humor sólo puede hacerse mirando desde un pedestal, cuando en realidad lo único gracioso que hay aquí siempre está más adentro que la punta de nuestra nariz. Esto no significa que el mundo no esté lleno de idiotas, sino simplemente que nosotros formamos parte del mundo.

Al viejo dibujante no le gustaban las fronteras del odio, y rompía en medio minuto esos debates parlamentarios que nos cuestan un dineral. Un par de trazos con manos como golondrinas de papel, unos árboles desnudos, y una hilera de pájaros surcando el cielo. “- Se quedó corto el poeta”, reflexionaban los protagonistas de uno de sus dibujos, “cuando dijo que una de las dos Españas había de helarnos el corazón. Nos lo pueden helar las dos. - Incluso las diecisiete…”. Y era heladora aquella sonrisa. Y nos congelan hoy más que nunca el corazón. Y ya no tenemos el consuelo de su viñeta. Y no sé si Mingote aprobaría un lamento tan cursi en su honor.

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