Opinión

Una estúpida esclavitud

Lo tengo al lado. Yace en el spa. He pedido en recepción que me dejen pasar a verlo para documentar estas líneas. Tengo una curiosidad periodística infinita por la gente que disfruta arruinándose la vida. Ahí lo tienen. Unos cuarenta. Soltero, pero casado con una empresa de consultoría. Los músculos agarrotados. La mirada de un yonqui, pero con dinero. Vapor, mucho vapor. Y el móvil estratégicamente situado sobre el remolino de una toalla para poder contemplar la pantalla desde lejos. Se suceden los mensajes. Ha olvidado quitarle el sonido, así que el ritmo de sus WhatsApp bien podrían servir de base a un nuevo hit de música house. Las palabras se deslizan como pulgas borrachas por la pantalla y mira el espectáculo con desdén, con los ojos entreabiertos, mientras las burbujas le hacen cosquillas en la espalda. De vez en cuando, con algún mensaje, abre de pronto sus ojos y su mirada se vuelve firme, y corporativa. Después se relaja de nuevo y vuelve a ser un chocapic en el centro de una taza de leche hirviendo.

Lleva diez años en la empresa y ha pasado por todas las escaleras hasta llegar a donde está. Ni arriba ni abajo. Simplemente en camino, como siempre. Ha tenido que pisar algunas cabezas, pero eso ahora no importa demasiado. En su tarjeta de visita el cargo que ostenta es tan complicado que soy incapaz de reproducirlo. Su tarjeta es la de un capullo con suerte, según sus subordinados, y la de un prometedor bebé de tiburón, según sus jefes. 

Es uno de los miles que trabajan en esta consultora. Uno de tantos que ahora tienen el culo a remojo en un spa, diluyendo adrenalina, pensando cuánto falta para volver a las jornadas histéricas, a las técnicas extremas de venta, y a los objetivos en verde. Y esta consultora, a su vez, es una de tantas compañías modernas a las que debemos la transformación de la empresa en una secta en la que se adoran por igual logotipos, valores cuidadosamente seleccionados, y horas extra.

Vive rodeado de los colores corporativos y milita con la misma pasión con que lo hace el aficionado de fútbol. Alguien le ha prometido que detrás de cada operación cerrada está el paraíso, y corre por la maraña de la empresa con la obsesión de alcanzarlo. La empresa ha dedicado largos cursos de formación a explicarle qué es lo importante en la vida. Y coincide que lo importante está directamente vinculado a su nómina. En retiros, lejos del mundanal ruido, la compañía les instruye sobre cómo respetar y socializarse con sus compañeros, tanto como a temerse y a envidiarse. El culto a la competitividad es el secreto mejor guardado de la secta. 

Gana mucho dinero, viste bien, suda como un cerdo en un gimnasio, vive en un apartamento pagado por la empresa y lleno de libros de autoayuda. Tiene todo para ser feliz. Pero le ocurre como en la canción de Pereza: “Tengo de todo dentro de un orden / pero en el fondo nada que importe”. 

Su trabajo, sus éxitos y fracasos, viaja en informes que reposan en la mesa de sus superiores. Frente a esta mesa de tortura se sienta cada trimestre para recibir la dosis de ambición que le falta, el kit de competitividad, y la sonrisa de quién te hace creer que la tierra está girando hoy gracias a que el eje atraviesa la compañía para la que tiene el privilegio de trabajar. El joven mira al superior y éste sonríe de una forma especial, que el recién iniciado acabará aprendiendo con los años. Es imposible descifrar esa sonrisa: podría ser la de una madre pero también la de un cabrón sin escrúpulos. 

El tipo del spa se revuelve y me mira inquieto, como si adivinara mis pensamientos. En algún lugar de esos cursos formativos le han enseñado algo de expresión corporal y sospecha que estoy tramando algo. La pista la ha encontrado en mi mirada, mis labios separados, y la posición rugosa de mis cejas. Tengo algo entre manos. Su instinto de tiburón es infalible, piensa con complacencia. Supongo que algo ha tenido que ver el hecho de que llevo un enorme bloc de notas en donde estoy escribiendo de forma bastante escandalosa, mientras aproximo la nariz a su cara y olfateo, como el veterinario que examina un bicho exótico.

Incapaz de ver más allá de las dimensiones de la sede de su compañía, se pregunta qué puede querer un idiota con mi aspecto en un spa, a estas alturas de agosto, y desde fuera del agua. Cree que trabajo para la competencia. Así que ha tapado de inmediato la pantalla del móvil y su cara ahora refleja una serena inexpresión. El enemigo jamás debe conocer nuestros sentimientos, se dice, recordando aquel retiro empresarial en el que le enseñaron a poner cara de tortuga. 

La vida durante el curso es una rutina genial. Cada jornada, según le han hecho creer, una día más al mando del mundo, en el camino a la fama. Tras horas y horas de oficina, el gintonic con los compañeros de empresa es ritual indispensable. A veces se quedan hasta las tantas, con sus trajes, y su concesión comedida al ocio. Y creen que llamar la atención de las chicas más guapas del pub es tan fácil como lograr un aumento de sueldo en la secta, o como exprimir un poco más a un cliente tontorrón. Pero es duro descubrir que hace falta algo más que una docena de cursos de relaciones públicas para conquistar un corazón sano. 

Además, la empresa está a favor de la familia oficialmente, pero no lo está extraoficialmente. Tener hijos está reñido con la competitividad pero queda feo decirlo. Es más práctico que quede implícito. Y después, ya sabes: la sonrisa inquietante. Esa que te deja con cara de gilipollas hasta que algún compañero te zarandea y te pregunta si estás bien. ¿Cómo no vas a estarlo? Trabajas en una de las mejores empresas del mundo para ser empleado. Lo dicen todos los informes. Y se rumorea que este verano regalarán a todos los empleados una semana en un spa de lujo. 

El chico sigue entre burbujas. Es víctima de una secta y no lo sabe. Y a mi qué me importa, piensa. Y en eso tiene razón.

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