Opinión

Lo que falta es Dios

Cuando suben los calores los periódicos se llenan de noticias que nos dejan helados. Se nos terminan los adjetivos. Los etiquetadores oficiales no encuentran ya más pegatinas que pegar a tanto crimen: ‘violencia doméstica’, ‘violencia machista’, ‘violencia familiar’. Las respuestas son cada vez más vacías. Tanto como la posibilidad de encontrar justificación racional a un padre o una madre matando a su hijo. La razón, a menudo tan peligrosa, nos pide respuestas, anhela seguridades. Pero el corazón, a menudo tan certero, solo nos ofrece lágrimas. Rara vez se equivoca quien consigue escuchar su corazón.

Escribo y salta la terrible noticia. Una mujer acaba de degollar a su hijo en un cementerio. Tan solo hace unos minutos que se ha conocido el crimen atroz, pero ya hay tertulianos en televisión ofreciendo frías razones, siempre razones: que si la posible situación económica desfavorable, que si una hipotética venganza, que si todo apunta a un proceso de enajenación mental. Entonces la audiencia respira. “Ah, bueno, estaba loca”. O “era pobre”. Fin de la noticia. Todos satisfechos: es que estaba loca, o es que no tenía recursos. Por eso degüella a su bebé. Lo normal de los locos. Lo normal es que el mundo esté lleno de locos.

La locura es, ciertamente, un estado indeseable. Las causas, todo un universo, no siempre aleatorias. No es casual que este siglo sea una factoría de lunáticos. Porque cuando el corazón se retuerce al extremo del dolor, se abraza a la locura, para evadir la realidad. Y sin embargo, son excepciones. No creo en esta presunta oleada de locos agresivos, capaces de matar a sus hijos con una radial, o de ahorcar a sus padres, o de deshacerse de sus niños recién nacidos por el desagüe.

Antes de todo, este siglo problemático y traidor se ha encargado de despojar al hombre de cualquier atisbo de dignidad. No somos nada diferente a una roca, o a una planta. De hecho nuestra sangre ya no merece tanto ruido como el crimen contra un animal. Más tarde, aceptamos como derecho la terrible sinrazón del asesinato por razón de lugar: el asesinato en el vientre, no es infanticidio y no conmueve a nadie en los programas de media tarde; mientras que el asesinato del recién nacido, todavía hace temblar a la audiencia. La despreciable irracionalidad del racionalismo. La guillotina ensangrentada de quienes se dicen ilustrados. El esperado triunfo de la amoralidad. La ignominia silenciada de nuestro tiempo.

En China, las miles de madres que cada año tiran a sus bebés recién nacidos por el váter no están locas. Memorícenlo de una vez por todas: no están locas. Se les ha arrebatado toda conciencia, se les ha inoculado el miedo, y se le ha clavado el dogma único del comunismo en la frente. La prohibición de traer hijos, la condena a la maternidad. No hay otra forma de hacerlo. Muerta la individualidad, elevada la peor igualdad a verdad suprema indiscutible, solo quedan un montón de números, como matrículas en un cementerio de coches. Ya están las flores dispuestas para el sacrificio pagano del dios Estado. Y así caen, en China, como moscas. Y sin embargo, no existe la excepción China: todo Occidente está, en mayor o menor medida, intoxicado con el mismo veneno que expolia la dignidad humana y elimina todo resorte de la conciencia. Es el más devastador cóctel de la muerte.

Sé que algunos querréis jugar ahora a la batalla política de cada día. Queréis ganar y sacar las consignas del partido. Esa basura que ciega y antepone siglas a vidas. Queréis reabrir viejas fosas y peligrosas disputas. Y queréis esgrimir cadáveres de otro tiempo. De acuerdo, no contéis conmigo. A mi, hoy, tan solo, una reflexión serena para quien quiera escuchar: eliminados los resortes de la conciencia y la ley natural, los dos grandes faros que iluminan el bien y el mal en esta tiniebla, abrazado con pasión el veneno del relativismo, los hombres quedan expuestos a su estado más primitivo, y el más nauseabundo de los crímenes se presenta en cualquier rincón de la tierra como si se tratara de un vulgar “fallo del sistema”.

La falta total de corazón, de conciencia, apesta de forma muy característica en la lenta premeditación de nuestras crónicas negras. Los asesinos ya no matan al reflejo de un impulso, en una discusión, ni siquiera a cambio de un bien preciado. No. Lo hacen lentamente. Como la joven de 25 años que hace dos semanas asesinó a su hija y a su ex marido, los metió en bolsas de basura, y cuatro días después los llevó a un cobertizo; todo ello inspirándose en un capítulo de la serie ‘Mentes criminales’. Todo lentamente planeado y ejecutado con un solo objetivo: quitarse de en medio a quien podía interferir en la relación con su nueva pareja. Qué locura tan cuerda. Qué lógica asesina tan casualmente ligada a las apetencias del peor de los instintos humanos. Y qué extraño que la violencia extrema televisada machaconamente termine, tarde o temprano, engendrando violencia.

Disfrazado de derechos, de amor universal, de progreso, llega la apisonadora que allana las últimas referencias morales de nuestra sociedad, sin preguntarse siquiera las consecuencias más elementales, y con la dolorosa complicidad de los que creen que nada es para tanto. Y queda el terreno abonado para el odio: el corazón no ha matado a nadie, es la razón el monstruo que, engreído, arrastra un enorme reguero de sangre a través de los siglos.

Se celebra que las enseñanzas morales abandonen las escuelas, y se borran los crucifijos de todos aquellos lugares donde se pueden borrar –de momento, en los públicos-, como si eso fuera a hacernos más libres, más pacíficos, o más iguales. Pero esa trampa solo esconde una verdad: menos Dios, menos moral, equivale a menos ideales a los que agarrarse para luchar por el bien. Equivale, al final, a un sociedad de masa, incapaz de pensar por libre, que vive lo bastante atada a una bandera como para atreverse a encerrarse a solas con su conciencia. Una sociedad inevitablemente peor que se cree inevitablemente mejor.

Te puede interesar