Opinión

De filloa y pandereta

Hay algo maravillosamente cultural en una filloa. Tal vez su aspecto rugoso y poco atractivo frente a la pastelería de hoy, tan dada al alarde visual. Quizá su sencillez, su económica preparación, su inseparable sabor casero. Su aspecto y su olor antiguo, historia viva de nuestros recuerdos de infancia, cuando en los días de Carnaval circulaban las fuentes en casa, con canela, con crema, con miel, y casi siempre, con azúcar. En casa, no tan lejana, estos días festivos también había orejas y esa cumbre de la cocina gallega que es el lacón con grelos. Grandes fiestas, vino malo y mucho, eternas sobremesas. Larga historia de amor la que nos une y abraza al cerdo, y al bellísimo contraste de sal y amargura del lacón con grelos, la hierba y la bestia, matrimonio cultural rojo y verde, oficiado en febrero, aplauso unánime de todo garbanzo que se precie a adornarlo.

Carnaval. Tarde lánguida y gris de febrero. Paseo por una de esas aldeas lucenses muertas, que antaño irradiaron vida y hoy conservan la magia fúnebre del pueblo deshabitado. Puerta verde y piedra revestida de blanco, ya desconchado. Ventana astillada, cristales rotos, noches y fantasmas negros en las sombras húmedas del interior; alguna viga caída y cruzada en la estancia. Maleza acechante alrededor de las paredes. Pasajes estrechos entre casas y hórreos, y huellas frescas de caballo en el barro.

Doblo la curva del sendero, y se abre una plaza natural encastrada entre oscuras casas de aldea clausuradas con urgentes traviesas. Suelo de barro y guijarros. Y los restos de un banco de piedra engullido por el tiempo. Aquí se reunían los aldeanos en estos días de carnaval. Prometiéndose futuros bonitos entre copiosas comidas. Aquí se juntaban todos, cuando aún vivía el viejo animador del ancestral entroido –preludio, en su origen latino-, y hacían los chicos soplar las gaitas, y danzaban las mozas vestidas a contratiempo, y los niños eran todavía niños y no se habían marchado a la ciudad para no volver.

Cierro los ojos y me llegan los vapores secos de la queimada, el dulce calor de las filloas recién hechas, y la algarabía melódica de gaitas, tamboriles, y panderos, que tocan enlutadas las abuelas. Las bromas, los bailes, y los trajes. Los cuentos de los ancianos, las travesuras de los zagales corriendo tras las gallinas, la mirada ajena de los enfermos, a los que el calendario va secando con suavidad el entendimiento, como escapan caprichosas las cipselas al soplar con fuerza un diente de león.

No hay nada aquí, sólo el murmullo de la vida que pasó. Y una historia de amores, jóvenes tal vez emigrantes, y un fenómeno que analizarán con frialdad los sociólogos, y que aburrirá a los jóvenes estudiantes en esas aulas gigantes en las que la moderna universidad investiga el rural gallego, como quien se acerca a unas células con un microscopio. No hay nada y en cambio, la tradición ha volado a los pueblos aledaños, y se ha hecho incluso reclamo internacional, y hasta los candidatos a la Xunta han de acercarse a comer el lacón, para salir vestidos de casual romeros en la primera plana.

Me asombra descubrir que, incluso en los detalles más nimios de la tradición, encontramos sabiduría. No en vano, figura la leyenda que ese Cigarrón que hoy representa el famoso carnaval de Verín, era el personaje que los condes de Monterrey utilizaban como recaudador de impuestos. Cencerros en el cinturón para anunciar su temible presencia, esa característica careta para ocultar su identidad e infundir miedo a la vez, y el látigo para atizar a los morosos. Ciertamente, con la llegada del siniestro Montoro, el Cigarrón ha pasado a ser poco más que un juego de niños. Queda para la historia esa sabia respuesta burlona del pueblo ante el acoso tributario, mal endémico continental, nostálgico sablazo de ayer, hoy y siempre.

Supongo que no habían estropeado aún los franceses su primer crepe, cuando en el norte de España ya se elaboraban filloas deliciosas. Hoy en casa las seguimos haciendo, aunque esa -y el lacón con grelos- sea mi máxima concesión al festival carnavalero. Que no es incompatible admirar la cultura y los tiempos del calendario, con sentir cierta urticaria ante la participación activa en estas juergas populares.

No me verán con la cara tapada aullando por las calles. Ni riendo la grosería adolescente en que ha derivado el carnaval en ciertas urbes, convirtiendo a los chavales en pequeños cabritos, que pronto romperán en brillantes cabrones. Que esos niños ya crecidos portan hoy armamento, espumas de colores, todo tipo de guarradas que malvende el chino, y arrasan la ciudad vestidos de zombies sangrantes, algo que por otra parte, aún pese a lo macabro, refleja bien su verdadera motivación existencial ante el hecho de respirar cada mañana.

Pasarán estos días de ruido. Rozaremos el cielo al calor de la queimada, al sabor de las filloas. Recordaremos complacidos, una vez más, la inagotable belleza de la tradición. Y nos negaremos al moderno frenesí de aislar la fiesta del resto del ciclo anual, que este carnaval nos llega a través de los siglos por aquel carnelevare -¡a mí los etimólogos del paganismo!-, la despedida del consumo de carne antes de la Cuaresma, tiempo de preparación para la Pascua.

Así, a la vuelta de la esquina, el ayuno y la abstinencia. Otro tiempo, tras otro carnaval. Días como estaciones penitenciales. Hombre y Dios frente a frente aguantándose la más elocuente de las miradas. Con su mutismo morado, sus días para pensar en las cosas de la calma, sus silenciosas procesiones nocturnas; caladas las ropas, vaho nervioso sobre la muchedumbre, almas blancas como espigas hacia el cielo. Días, al fin, de mirar hacia dentro, de bajar la cabeza, de esperar la paz. Con todo esto también nos bendice cada invierno el arraigo cristiano que, a pesar del esnobismo extenuante de los laicistas, es más nuestro que los huevos del toro de Osborne.

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