Opinión

Gracias, Vanessa

Su vida por la tuya. Es el luto más digno. El entierro más emocionante. El llanto más consolador. La muerte haciendo que aún merezca la pena la vida. No hay tanta miseria como parece. No hay tanta falta de alma, de sentimiento. No hay tanta crisis de valores, mientras siga habiendo mujeres como Vanessa María Lage y hombres como Víctor, y tantos cientos de compañeros, dispuestos a poner su pecho frente a la bala del forajido, por cumplir con el deber que un día decidieron libremente adquirir, por nuestra seguridad, y por nuestro bien más preciado, la libertad. Hombres y mujeres, que son familias enteras viviendo al borde del abismo, en vilo por cada sirena cruzando la ciudad, haciendo que nuestras calles sean más habitables, más justas, más seguras para los nuestros. A costa de su propia sangre.

En los años cruentos del terrorismo, los mataba ETA, y a veces los Grapo. Siempre por la espalda. Siempre desde lejos. Porque esas hienas nunca se han atrevido a mirar a los ojos a un Policía Nacional, a un militar, o a un Guardia Civil. Y había dolor y bajas psicológicas, y noches entre sudores, y alivio al arrancar el coche en este o aquel barrio, a pesar de los rumores recibidos de que tal vez podría esperarse otro miserable atentado. Y había todo eso, y llovía miseria en los entierros en el País Vasco sin homenaje alguno, y había desprecio y peligro de verdad, y no nos faltaban agentes. Porque cuantos más mataban, más encontraban su vocación de servicio a los demás, en la noble defensa de la libertad, en la lucha contra los pistoleros y asesinos, único camino para alcanzar la paz sin perder la dignidad. Sí, sin perder la dignidad. Y aún entre tanto luto, tanta sangre, y tanta sinrazón colmando las portadas de los diarios, ellos estaban al tiempo en las calles perdidas de la ciudad, persiguiendo también a un atracador, enjaulando a un agresor sexual, siguiendo la pista a un estafador, velando en todas y cada una de nuestras grandes juergas y eventos deportivos, para que pudiéramos disfrutar tranquilos, con los nuestros, sin temor alguno. No está de más recordar que esto no ocurre en todos los países. En más de la mitad de los países del mundo, ni hay tanta seguridad, ni profesionalidad, ni hay tanta limpieza entre los agentes.

Con medios a menudo precarios, soportando dolientes manzanas podridas entre sus filas, y sufriendo el capricho constante y los cálculos políticos de sus dirigentes y de los diferentes ministros del Interior, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado siguen siendo un orgullo para el ciudadano no ideologizado, para esos millones de españoles que seguimos creyendo, por encima de contiendas parlamentarias perecederas, en la convivencia en paz, en la justicia y en la libertad. 

Son los que de paisano se lanzan a la vía del metro y salvan a una adolescente que intentaba suicidarse, con una preciosa vida por delante. Son los primeros en tirarse al suelo y abrazar a los heridos en un accidente. No pierden la calma ante bebés heridos, ni ante las más horribles situaciones. Son ellos los que tiran la puerta abajo y se abalanzan contra ese cerdo maltratador, armado con un cuchillo de cocina. Son ellos, en definitiva, los que se complican la vida por solucionárnosla a los demás, sin dejarnos en manos de los facinerosos ni un solo minuto de cada día del año, haga frío o calor, llueva o brille el sol, sea Nochevieja o 15 de agosto. Están y están siempre, y a veces son más cuando menos te lo esperas, cuando todo el mundo está de vacaciones. Y se llevan las bofetadas en los asentamientos de los camellos de la droga, y se juegan la cabeza desactivando células islamistas, y corren a vida o muerte contra el cañón de la escopeta mientras sus responsables políticos discuten si el atraco se está produciendo a un lado o a otro de la puñetera frontera autonómica, calculando quién habrá de cargar con el muerto, y a qué presupuesto se endosará la munición que en su casa haya que emplear. 

También los habrás visto en muchas manifestaciones. Aguantando el tipo ante los insultos más injustos, sin pestañear ante escupitajos, vejaciones, y ofensas de los energúmenos de siempre, obedeciendo fielmente la orden del superior que debe decidir en qué sentido aplicar la fuerza, para tratar de garantizar el orden, y al tiempo permitir que los que protestan ejerzan su derecho. Dificilísima tarea que se libra en el suelo embarrado de los despachos de los altos cargos de Interior, mientras a pie de campo los agentes llevan la paciencia al extremo, y hacen del Cuerpo Nacional de Policía una verdadera institución de servicio público. Profesionales, valientes, limpios.

Con más frecuencia de la que querríamos, se nos van, nos los matan. Como a Vanessa, en este viernes de luto y dolor en Vigo. De qué forma tan estúpida se pierde una vida tan grande. Joven, valiente, guapa, y madre. Recién incorporada tras su baja de maternidad. Orgullo eterno para su familia. Orgullo eterno para ese bebé. Orgullo eterno para el Cuerpo Nacional de Policía. Orgullo eterno para toda España. 

Mi sentido homenaje y mis oraciones están hoy con Vanessa y su familia, y con los policías, guardias civiles, y militares, que entregan, si es necesario, hasta la última gota de su propia sangre, para que otros podamos seguir leyendo el periódico en paz en nuestro salón y pasear tranquilamente por las calles de la ciudad. Estoy convencido de que allá en lo más alto, no hay nada que el buen Dios reciba con mayor distinción y cariño, que el alma de alguien que ha dado su vida por salvar la de los demás.

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