Opinión

A la hora del cansancio y la ausencia

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La maleta es un fin. Supongo que Dios nos dio piernas para salir corriendo. Cada almanaque es una lenta despedida. Desde niño, mis mejores amigos se han marchado, más pronto que tarde. De adulto descubrí con dolor que algunos de ellos además cometieron el atrevimiento de morirse, que es un modo de largarse en el que no se admite billete de vuelta. De tantos adioses se me ha pegado la costumbre de lo caduco, y a ratos veo la vida como la mecha de una bomba consumiéndose, nerviosa y amenazante, como las nubecillas de vapor que dejan los trenes, en las curvas del espacio y la perspectiva, donde las vías parecen fundirse en un delgado hilo de acero, y cada vagón se vuelve una esbelta bailarina de ballet, danzando entre el destino y el olvido. Todo último abrazo subsiste para siempre envuelto en bruma.

Otra vez, ciudad del mar. Después de todo, la ensenada del Orzán no ha mudado tanto su plumaje. Hace meses que no escribo a los pies de la bajamar, y será solo hoy, que mañana el tren parte, y he de coger el último vapor a Phillipsburg antes de que se nos muera el reloj. A través de las nieves y los campos de Castilla. Hay en estas calles que me vieron crecer un aroma de falsa primavera de diciembre, pero cuelgan las bombillas de colores, los árboles, y asoman los belenes para que nadie se confunda. Anoche, en la ciudad que me ha acogido estos meses, las preciosas luces navideñas que hay en el Paseo se reflejaban en los charcos gigantes de la tarde. Un mar azul y plata entre las piedras del Casco Viejo. Marinero y lluvioso, se vistió el cielo ourensano, para el día de despedir a un náufrago, abrazado a un puñado de letras y a una canción. Y estaban las promesas, firmes, al pie del andén, y los ángeles de la ciudad que un día fueron, agitando sus manos en el ritual vidrioso de las ventanillas de la estación.

En San Pedro, el cielo de La Coruña, la delgada lengua de la ciudad sobre el Atlántico parece una anécdota en el gran azul. Y a la mañana soleada se le suman dos mirlos, subidos a una roca, picoteándose, y volando juntos como sombras. Al fin se han perdido y más allá parten ahora esos barcos de lejanos destinos. Sus sirenas retumban por las plazas. Y me recuerdan que he de tender al sol la ropa que en solo unas horas se viene conmigo a surcar nuevos mares. A la hora del cansancio del viajero asoma siempre la prisa, para recordar que no hay lugar para el desaliento. No hay tiempo.

Pensaba ayer que los españoles tendremos que volver a esto. Que fue la vida de nuestros abuelos. Apenas tiene ya sentido anclarse a una ciudad, a un país, si el mundo se ha vuelto lo bastante hostil como para que sea necesario hacer de lo perecedero una forma de vida. Los hay que dejan familia, amigos, tierras, y amores, en cada esquina, y no cesan en su evasión, siempre subiéndose al próximo expreso, siempre perdiéndose en el horizonte de un oeste lejano y desierto. Eran también aquellos Wayne y Stewart, impecables y con las marcas del desarraigo en los ojos, luchando por un ideal, por unos valores, o por su gente, sea en la fiebre del oro, o cuando el tren partió en dos la vieja forma de vida del Lejano Oeste, obligándoles a marcharse o claudicar. Ellos eran también supervivientes. Entonces como hoy, se curan las heridas con poemas y oraciones, y con una plateada petaca de whisky. Con la belleza de las canciones, o con el bálsamo del arte en pinturas evocadoras de melancolías.

Algo parecido puede decirse hoy. Podemos cerrar los ojos, pero la crisis del 2008 cambió nuestra forma de vida y nuestro mundo para siempre y nada volverá a ser como antes. No hay atisbo de seguridad en nuestras vidas. No hay futuro asegurado en ninguna parte. No hay más que lo justo para comprar otro billete y subirse al ferry con unas fotos y unas maletas y saltar al vacío sin red. Es que es exactamente eso: es tiempo de saltar sin red.

Tal vez, millones de españoles aún están esperando a que el dios estatal vaya a buscarles al sofá, y les ponga un piso, y una pensión, y una oportunidad acorde con su talento, y ya puestos, una pelirroja explosiva y encantadora en un altar lleno de flores y bendiciones, y una jubilación dorada, con nietos ricos y sanos, y veleros con nombres de corsarios, y premios en los décimos de la lotería de Navidad. Maldito espejismo. La vida ha perdido, tanto en Europa como en Estados Unidos, todo ese ademán de gratuidad. Solo está en nuestras manos medir el impacto de la cuenta a pagar. Pero es tiempo de saltar, insisto, al abismo de la boca del lobo. De amanecer lejos, de volver a volver, de cortar amarras con las quimeras del bienestar y de recuperar la fe, también. Que la diferencia entre un borracho y un hombre que zigzaguea buscando una salida es solo el faro al que se agarran sus ojos: el penoso vaivén de sus pies o la firme promesa del horizonte.

A saber. Nadie nos engañe. Vivimos días extraños. Sueños agotados. Regalamos flores de plástico. Eso debería ser suficiente como para entender por qué la modernidad es un pasaporte de oro al vertedero. En esta apariencia de normalidad que se respira en la calle, la penuria asoma por todos los rincones de nuestra ordinaria existencia. Solo el ingenio, el talento y el amor nos pueden salvar de la mediocridad, de la miseria. Eso y una oración.

Una ciudad en llamas a la espalda y un montón de espadas amigas en lo alto, es siempre mi hora de partir. Como un rosal, con sus aromas seductores y sus traidoras espinas, la hora de llegar. Entre los rituales del viajero se ocultan también las particularidades del mundo que habitamos, las extravagancias de cada siglo. Por eso es momento de meter en la maleta un crucifijo, o un escapulario del Carmen, al hacerse a la mar, y apretarlo fuerte contra el pecho si arrecia la tormenta, si la noche se nos cierra, si no hay marcha atrás; mientras la vida nos va regalando las mordidas del viaje, que están siempre esperando en el vértice de todo triunfo. La levedad de los laureles. Después, la huida es solo una forma de supervivencia. Y la cruz, como trinchera de esperanza, la más necesaria de las identidades perdidas de esta España, vieja y descafeinada; de esta España cansada y ausente que somos.

 

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