Opinión

A la luna y a la libertad

Sucesión de rutinas y rictus ordinarios cacareando en el Congreso. La mañana está del color de la tarde. La lluvia gallega, providencial calabobos, riega lenta la Carrera de San Jerónimo. Tantas cámaras fotografiando lo mismo día tras día, severa invitación al tedio en tiempo de pactos imposibles. Y qué. Porque al otro lado de la vieja avenida, aún respiran los bares. Y busco allí las tinieblas de las paredes del fondo. Abrazado en los cascos al genio de Miguel Benítez ‘El Migue’, sus canciones póstumas me acompañan a todas partes, como esa cuidada edición de los recuerdos de Gil de Biedma. Los tengo a ambos, trepando por estos días en que empiezan a asomar las primeras luces de primavera del año, más allá del ruido nacional, en esa esquina de la tasca en que la pandereta nacional deja espacio a la poesía del silencio.

La obra del Migue, que fue líder de Los Delinquentes, la conocí tardía pero intensamente. A Gil de Biedma lo leí con avidez y sorpresa, y lo comprendí más tarde, todo lo que se puede llegar a comprender a un poeta. Migue, como el poeta, luchó contra sus fantasmas durante mucho tiempo. En la batalla encontró su negra noche, dejando correr la fama a sus espaldas, para curar sus heridas en soledad, sin el apremio de las masas eufóricas de los festivales. Y allí también, como un San Juan de la Cruz encerrado en una madrugada de tinto peleón, firmó parte de la gran colección de canciones hoy póstumas, que descubrirían definitivamente su arte, su sensibilidad. Canciones que llegaban mucho más lejos aún que esa fiesta tan divertida que eran Los Delinqüentes.

Veintiún años plagados de talento. 6 de julio de 2004. La muerte nos robó muy joven al Migue y no vamos a dejar de añorarlo y pedirle al buen Dios que nos lo guarde al otro lado del tiempo, para poder brindar y cantar con él en los días postreros; pero mientras, nunca es tarde para arrojarse a los brazos de Matajare, ese disco del 2010 en el que tanto trabajó su hermano Manuel, y por el que le estaremos siempre agradecidos.

Ocurrió con Enrique Urquijo y es un viejo dilema. Nadie en su sano juicio –a veces detesto a esa gente- se atrevería a sacar grabaciones casi domésticas de un artista fallecido, que ya ha tocado el cielo de la popularidad. Pero en 2004 Migue trabajaba con tozudez en un disco libre, en solitario, sentimentalmente plagado de claroscuros, donde arrojar todas las melancolías y purificar todas las lágrimas que ese centro de rehabilitación, esos sinsabores, y esos desvaríos del vivir, le estaban causando. Y mientras su grupo le dejaba descansar y seguía adelante sin él, se refugiaba en sus canciones, en su lenguaje, su poesía, y también, por supuesto, en el afilado sentido del humor que brillaba en sus ojos y del que tampoco se libran estas letras tan descarnadas. Ahora las escucho con el corazón temblando, aún vacías de perfecciones, de arreglos, maravillosamente manchadas de ruido, que hasta el chasquido del pasar de las hojas del cuaderno del artista ruge en mitad de las estrofas.

‘Aunque se queje el faraón’, los focos de las televisiones rodeando el Congreso de los vacíos, y las páginas de Gil de Biedma entre las manos. Cerveza y aceitunas. Esbozo en viejos papeles que España nunca ha sido un país de abogados del Estado y registradores de la propiedad, loables profesiones que, en expansión, ahogan la bohemia de los bares. Éramos los del humo, el sol, y la melancolía del día siguiente a la verbena. Los de la juerga, y el jerez, y los atormentados de la poesía. Los del amor pasional y las flores frescas y rojas en la mesa, en las mañanas blancas del verano. Nunca deberíamos prescindir de esa costumbre de salir al jardín en pijama, cortar las rosas, y ponerlas en el jarrón de casa. Éramos todo eso, como las flores, y palpando el arte del cortijo, la currela, y esa rosa de mi pañuelo. Éramos y somos, no sé si lo sospecho o lo sueño, con la quejumbrosa lozanía del poeta barcelonés, “amor sin exigencia de futuro/ presente del pasado / amor más poderoso que la vida: / perdido y encontrado”.

La gran tragedia nacional es el desprecio a la cultura, que es la educación, también la educación sentimental, también el maltrato a la belleza. Así se entienden las maletas que llevo hoy en las entrañas, los discos póstumos del jerezano, la poesía de melancolía y audacia de Gil de Biedma, clamando en el páramo del olvido, sin que casi nadie les dedique el tiempo, el espacio, y la calma, que su deleite necesita. Por supuesto, más flagrante es el caso del Migue, postergado por todos menos por esa parte de su legión de fans que ha tenido la dulce paciencia de enfrentarse a su obra póstuma y comprenderla.

itxu2_17_enero_resultCuando pasen los días de incertidumbre, volverá el caos del orden, la frialdad burocrática de un país que renuncia lunáticamente a su identidad artística. España será al final lo que logre aglutinar su cultura, también la que no vive bajo el paraguas del reconocimiento institucional, sino que se sostiene con firmeza en el corazón de la calle. Sin más resorte al que agarrarse, los españoles, a “esa deriva sin remedio” a la que canta el de Jerez, solo podremos encontrar en la belleza de nuestros genios, y en la universalidad del lenguaje del arte, nuestra tabla de salvación y reconciliación. Como los ojos de un poeta se agarran aún hoy a la belleza de los charcos de la calle. En ellos veo ahora el reflejo del Congreso, boca abajo, con los leones apuntando al cielo con sus garras, como si quisieran arañarlo, si esa pesada bola les dejara moverse. Que vieja la batalla entre membretes y versos. Aquí lo escribo, a los pies –bella justicia poética- de los dos amores de las canciones del Migue: la luna y la libertad.

Te puede interesar