Opinión

Los ojos de la cruz

Hay cristianos rarísimos a los que les da miedo hablar de la cruz. Si fuera posible un cristianismo sin cruz, sería interesante para los ángeles, pero muy poco atractivo para los hombres. Por más luces que nos ponga el siglo XXI frente a los ojos, por más botones táctiles, y frenéticas redes sociales, nada podrá arrebatarnos la realidad de la vida: el dolor. El dolor inesperado. El dolor que no cesa. El dolor desconsolado. El dolor solitario. El dolor siempre. España y sus latidos son una enciclopedia de dolores, un completo catálogo de males y remedios, a menudo aliviados por una frente apoyada en una cruz en las horas inmortales de la historia.

Nacemos y morimos entre lágrimas, propias y ajenas, y eso debería darnos alguna pista sobre lo que ocurrirá en medio. Nuestra vida transcurre por el filo de la navaja y no precisamente sin cortes. Vivimos con dolor. Dolemos. Causamos dolor. Y atravesamos a diario el dolor. Puedes cerrar muy fuerte los ojos, o meter la cabeza debajo de la almohada, o emborracharte con los más fuertes licores. Al final, al despertar de la curda, o alzar la cresta, te mirará a los ojos el sufrimiento, y se agarrará a la pernera de tu pantalón el dolor desesperado de otro, con una mirada inolvidable, que ansía salir del cuerpo y zarandearte el alma. Mira bien esos ojos.

A Cristo lo han pintado y esculpido los más grandes artistas del mundo, cada uno a su manera, al dictado de su talento y de su tiempo. Y sólo hay algo que parece común a todos: los ojos misericordiosos y afligidos, los del dolor de verse vaciado lentamente, clavado a un solitario madero. Son los ojos de la cruz. Y son universales. Los conoces y, tal vez, los llevas puestos.

El gran error del Estado del Bienestar es hacernos creer que tal cosa es posible. Si lo hubiéramos llamado el Estado del Bienestar Jodidos habría resultado más creíble. Pero ahora que lo tenemos encima y alrededor, y le vemos la tripas, sabemos que este Estado es tan sólo un espejismo, basado en una serie de indicadores que saltan por los aires en un estallido seco, cuando ella decide marcharse y dejarte con el regalo de aniversario en la mano, mientras la noche, el frío, y la lluvia, te recuerdan que hoy no podrá salvarte ninguna fría estadística sobre el umbral de la pobreza, ninguna tabla de Excel. Y si no fuera ella, sería la sonrisa amable de un oncólogo dándote la noticia que menos te apetece afrontar, o el abrazo sereno de la muerte a los nuestros, cuando se nos van los amores, que al fin caen lentos pero constantes al paso de los años, en un anónimo y nublado vaivén de casa al camposanto, y de vuelta al hogar con los bolsillos del corazón un poco más vacíos.

Hoy el mundo festeja la Exaltación de la Santa Cruz y esto no tiene nada que ver con el Ministerio de Hacienda. Es la gran fiesta del hombre, porque la vida es una manera de sufrir como otra cualquiera. No existen rosas sin espinas y todo eso. El cristianismo le ha aportado un extraordinario sentido del humor a los sinsabores de la vida, representado magistralmente en el hecho de que la cruz sea el símbolo de la religión del amor. Pero esto sólo pueden entenderlo quienes consiguen dejar de ver la cruz y empiezan a ver al crucificado. La cruz, como un madero clavado a tierra, carece de razones y respuestas. Pero el condenado las tiene todas.

Jesús fue el gran incomprendido. Por eso a los desconsolados de todos los tiempos, que son legión, el cristianismo les muestra el camino del consuelo: el Gólgota, “lugar de la calavera”. Es cierto que no suena muy divertido. Muchos esperaban aún encontrar la salvación en Pachá Ibiza. Pero nunca hay que fiarse de las apariencias. Esa fue la colina de la crucifixión de Cristo, en Jerusalén. Y la más importante de las calaveras de este tétrico lugar fue al fin la suya. Gracias a ella, el Gólgota no alberga la cima de salvación de unos desheredados, sino de unos esperanzados. Venció Jesús a la muerte después de la cruz. Y sólo después de la cruz. Pero la venció. Por eso los cristianos viven siempre a medio camino entre la fiesta y el luto, entre el dolor y la esperanza.

Algunos dibujan tantos colores y artificios amables alrededor de la vida de Jesús que se olvidan de que fue masacrado, torturado, y crucificado, con la misma brutalidad que emplean ahora los islamistas en Irak, pero con una ligera diferencia de veinte siglos de presunta civilización. Murió precisamente para explicarnos –con permiso de los teólogos- que no existe el anhelado bienestar. A saber. El hombre hace planes geniales que siempre se tuercen. Se nos da bien el Titanic. Mientras que a Dios se le da mejor separar las aguas, que es bastante menos problemático que lanzar un cacahuete edificado a la inmensidad del océano y esperar que no se lo trague el mar.

Es posible que Dios no te haya concedido aún el don de la fe, pero nadie te ha obligado a renunciar al sentido común. Estos días vemos en los telediarios los ojos agotados de llorar de los niños sirios, huérfanos de todo, o de los padres de Nigeria, a los que les han robado a sus hijas con el más salvaje de los desgarros. Dolor. Rabia. La sinrazón terrorista se divierte enseñando a Occidente su mal llamado “horror medieval”, que no hace otra cosa que atenuar lo que resulta mucho más grave siendo presente. Los vemos sufrir y en el fondo de sus ojos, no podemos divisar otra cosa que una cruz, inmensa y contemporánea. La misma de siempre. Por eso guarda también un poco de calma en su interior, un atisbo de esperanza en el horror.

Sólo así se explica la serenidad con la que ahora caen fusilados, decapitados, los mismos que llevan derramando sangre desde el principio de los tiempos: los inocentes. Que encontraron en el Gólgota lo que hoy es fruto de exaltación para los cristianos. El sentido. La fuerza. La vida. Cuando te cruces con ellos, desterrados, no esquives su mirada. No olvides nunca los ojos de la cruz cuando veas la cruz en unos ojos.

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