Opinión

La parte Mota de la vida

El humor es un asunto muy serio. Sólo quien ha hecho humor alguna vez sabe lo mucho que duele. El trofeo espontáneo de la risa está precedido de horas de arduo trabajo, de afilar el ingenio en soledad, de acertar y equivocarse frente a la cámara o el papel, de saber atar en corto y liberar a la musa de la improvisación, y de reírse siempre de lo que uno es. Y después, al final de todo, tampoco existe fórmula matemática para el éxito. Si la hubiera, no tendría gracia. Que si algo es el humor es caprichoso. Quizá por eso no conozco una profesión tan vulnerable a las depresiones; y eso que los periodistas y músicos están servidos en cuanto a la montaña rusa de los desánimos. Son tantas las circunstancias que tienen que coincidir en un mismo tiempo y en un mismo lugar para que algo resulte gracioso a una mayoría, que el humorista a menudo se siente como un pescador de río, viendo pasar las horas en un páramo, eso sí, sentando en el filo de la inteligencia. Que no hay humor posible sin inteligencia. Y no voy más lejos, no sea que el sabio Jardiel me golpee con su eterna amonestación: “intentar definir el humorismo es como pretender pinchar una mariposa con un palo de telégrafo”. Y no sé ustedes, pero yo me muero de grima con el crujido de las mariposas.

Cuando se abraza al fin el éxito, tiene el talento el peligro de embadurnarlo todo de soberbia. Nada más humano. Es fácil dejarse llevar por la quimera de la fama y cegarse en su bruma hasta tropezar y partirse los dientes. Y no hay nada tan cruel como la caída en desgracia de un humorista. La soledad del artista. El recuerdo de una risa que no ríe. El teléfono dormido. Lo compuso mejor que nadie mi amigo Santi Santos, de Los Limones. De algún modo, lo había vivido en los 90 como músico: “Hay una clase de gente que está si todo va bien/ pero en los malos momentos, te dejan caer/ Unos cortaron los hilos, otros quitaron la red/ es cierto que la caída es dura y es cruel”. Por suerte, casi siempre hay ángeles, si uno llega a morder el polvo: “Hay otro tipo de gente que vi desaparecer/ cuando yo iba de subida a lo alto del cartel/ pero de pronto aparecen, se te congela la piel/ estás tirado en el suelo y te ponen de pie”.

No sé si José Mota sufrió alguna vez la caída. Si necesitó de estos ángeles a los que escribía Santi Santos. Si alguien tuvo que ponerlo de pie, aunque en el caso de Mota la diferencia es mínima; que Dios no lo ha llamado precisamente por el mismo camino que a Fernando Romay. Pero en cambio estoy tan seguro de su buen humor, como de los inevitables sinsabores de una trayectoria artística larga y exitosa. Y qué difícil será levantarse cuando no puedes escribir una pieza melancólica para lamentar la caída, cuando estás obligado a reírte de tu propio tropezón, porque eso es todo lo que la calle -y muy especialmente esa calle tan asfixiante que genera la pequeña pantalla- espera de ti.

Con caída o sin ella, reaparecer con éxito en el mundo del humor televisado es gesta reservada a muy pocos. Mota lo está consiguiendo con una Edad de Oro que comenzó hace meses con el mejor especial Nochevieja de su carrera, y que mantiene cada semana para solaz y disfrute de los espectadores. Desde el velatorio y la viuda desplumada hasta los directos de García Ferreras, desde los líos de El Chiringuito de gritones del gran Pedrerol hasta el divertidísimo golpe del texto predictivo, desde Risto o Évole hasta el surrealismo extremo de Cuarto Milenio. O aquel seketch con el que lloré de risa como en los viejos tiempos, con el mejor Mota dejando despeñarse a un tipo que cuelga de la azotea, porque su WhatsApp no para de sonar y hay que atenderlo, claro, que lo primero es lo primero. Que a ver si ahora vamos a dejar de comentar en WhatsApp los memes de Julio Iglesias por salvar a un cretino que cuelga de un rascacielos.

La clave del éxito de Mota en 2015 es más Mota que nunca, porque el humorista ha tenido también la habilidad y la humildad -hablar de grandeza o envergadura en Mota podría herir susceptibilidades- de abrir su propio baúl del tesoro a otros talentos. La suma está dando un resultado fresco, vivo, y desternillante. Al fin, con los años he comprendido que lo más complicado es reconocer el talento ajeno sin concederle demasiada importancia a que el brillo del entorno pueda eclipsar a veces al propio. No por casualidad, digan lo que digan, la audiencia responde a menudo al humor de buen gusto y al trabajo bien hecho. Y ya puestos, no se me ocurre nada más apropiado para una cadena pública como TVE.

Ya no es que estén en ese gran barco de Mota tipos tan talentosos como mi compadre Quero -ante quien la risa se monda de risa-, o mis queridos Luis Ignacio y Fede, historia viva del humor español. Ya no es que haya en los guiones ingenio y esa cercanía que los conecta con las cosas cotidianas. Ya no es que Mota siga siendo uno de los más divertidos cómicos e imitadores, con un estilo tan especial como popular. Ya no es que haya asumido el reto de hacer humor sin sangre ni etiquetas, humor familiar y libre, y lo esté consiguiendo. Sino que la suma de todo lo anterior hace que el resultado sea algo capaz de cambiar el rostro de una España entristecida, enfurecida, dividida, y siempre aburridamente crepuscular.

No habrá Consejo de ministros, ni programa político, ni subvención europea, ni campaña del ministerio de Sanidad, ni tedioso monologuista, que alcance a hacer tanto bien a los españoles como una hora de risas sinceras, de evasión sin erosión, y de divertimento sano. Mota y su equipo llegan cada viernes a recordarnos que somos un coñazo de gente, que vivimos en una burbuja de intensidad ideológica y política inaguantable, y que la diferencia entre un país que todavía se ríe y otro que ha perdido el sentido del humor es la que hay, sobre el tablero de billar, entre dos pelotas negras y dos negras en pelotas.

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