Opinión

A propósito de los trincones

No queda nadie. Ni uno. Los españoles asisten con asombro al espectáculo. Caen como gotas de agua los líderes, las promesas, los consolidados. No queda referente limpio, ni político, ni institucional, ni deportivo, ni nada. Todo se derrumba como un castillo de naipes. Los rostros, quemados. Las cuentas y conversaciones, al descubierto. Los imputados, acribillados sin juicio. En pocos meses, a veces en pocos días, esa especie de pacto implícito que impedía a ciertos personajes saltar a la primera plana de los periódicos entrando o saliendo del furgón policial, se ha roto, como también se ha roto todo posible consenso político en una lenta e irresponsable degeneración democrática. Cuando Alfonso Guerra dijo aquello de que a España no la iba a reconocer “ni la madre que la parió” se equivocaba por completo. A España la conocemos perfectamente. Es cuestión de dejarla un tiempo macerando, y siempre vuelve a ser lo que era. País de trincones e indignados. País de eternos sorprendidos. De muchísimos tipos inocentísimos enterándose de todo por la prensa.

Y no es exclusiva de España, sino de la condición humana. O ni eso, que cada vez hay mas burros robando. Y la tentación, que es grande, no ayuda, en un país que se ha procurado todos los mecanismos posibles para amortiguar cualquier conciencia cristiana: esa tan peligrosa del “no matarás”, “no robarás”. Que ahora entendemos por qué le tenían tanto miedo los políticos a las clases de Religión. 

Aburre el cinismo del español medio. Aburre el ruido indignado del bar ante el telediario, los insultos rabiosos a cualquier político implicado en eso que vagamente llamamos “corrupción” -¿alguien podría definirlo?- y, en síntesis, esa pasión tan genuinamente española por escupir a quien hasta ayer era un intocable modelo que brillaba en nuestro Olimpo. Sólo hay una cosa que le guste más a un español que aupar, adular, y agasajar al poderoso, y es escupirle después en cuanto tiene ocasión, aún con mucha mayor rapidez. España fabrica ídolos que duran una semana. Y colecciona salvapatrias, especialistas en vivir siempre al sol que más calienta, encantados de acusar de inmovilistas a los que, de uno y otro modo, no nos tragamos fácilmente el discurso de la regeneración.

Si realmente quisiéramos plantar cara a la tan cacareada corrupción deberíamos empezar por delimitarla, definirla de alguna manera. España es el único país del mundo capaz de situar en lo alto de sus preocupaciones –atentos al CIS- a la corrupción política, sin que nadie sepa exactamente en qué consiste tal delito en la mayoría de los casos. ¿Qué es corrupción? ¿El trinque de toda la vida? ¿Las comisiones? ¿Dar trabajo a los amigos y la familia?¿Regalar para conseguir? ¿Aprovecharse de los privilegios naturales del poder? ¿Acaso han cambiado algo esos privilegios desde la Transición hasta hoy, por ejemplo? 

Obviamente han cambiado algunos aspectos. De buena parte de los ministros franquistas podías esperar de todo, y sin embargo había en ellos, no sé si por miedo o por convicción, una extraña responsabilidad de servicio público, en lo que tiene que ver con el dinero ajeno. También lo encontramos en bastantes herederos de la Transición, de todos los bandos y colores, en una suerte de “conciencia del político” que la “beatiful people” de los 80 y 90 fue minando poco a poco, con la España socialista de González en el poder, y con la derecha de Aznar que llegó después para cambiar las cosas, justo cuando ya nadie podía soportar que altos cargos de Interior siguiesen en las portadas de los periódicos llevándoselo crudo.

Lo de después, toda esta suciedad flotando en las portadas, ha sido lo de antes y será lo de mañana. Que la corrupción no es cosa de políticos, caciques, y empresarios. Que el sobre está al alcance de cualquiera, que la crisis económica sólo ha multiplicado las soluciones desesperadas, que Hacienda está siendo año tras año el problema y no la solución. Y que España es un inmenso estado que invita al trinque. La amalgama de ayudas públicas descontroladas que se extiende a lo largo y ancho del BOE, la ausencia total de valores e ideales –más allá del dinero, el poder, y el sexo- y la neutralización de todo aquel que pretenda reinstaurarlos, y esa peligrosísima y extendidísima sensación de que “el dinero público no es de nadie”, se ocultan detrás de todo. 

Mantener una administración pública limpia de ladrones es difícil. Y quisimos diecisiete. Mantener en manos de los ciudadanos el control y la estabilidad del entramado laboral y empresarial, cediéndosela al tiempo a dos multinacionales del poder, como son los sindicatos y la patronal, es en realidad una contradicción que te resulta muy graciosa hasta que descubres que la pasta es la tuya. Y así podemos –oh cielos- repasar todas las estructuras del estado, y descubrir la misma pescadilla que se muerde la cola.

El mayor peligro del discurso populista a favor de la limpieza política es que suena bien, y pone a la gente muy contenta en la barra del bar. Y acompañado de un buen vino, suena aún mejor. Y con la suficiente carga etílica –o tal vez ideológica- en vena, puede acabar en elegantes baños de sangre, con sus guillotinas, y muchas celdas, y muchas portadas, y mucha condena de telediario, y muchas cabezas rodando, y su música de fondo sonando para que el baile de los auténticos demócratas nunca cese. Pero después de todo, como siempre, la única receta que puede garantizar la reducción de esa plaga de corrupción es la de rebajar la cantidad de tarta a la que tienen libre acceso los cargos políticos. Nadie como nosotros para velar por nuestro dinero. Y esto implica, obviamente, reducir los invitados al bodorrio público. Algo que nadie está dispuesto a hacer. O al menos, nadie que no vaya a acabar en la cárcel de un momento a otro.

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