Opinión

Entre dos ruidos de la vida

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Hay un temblor, un nervio, una luz diferente, en el campo y las cosas. Es la luz de esta primavera que ha llamado a las puertas del invierno a golpes. Y se ha hecho entretiempo. Que están las casas de piedra de los pueblos entristecidas y alegres, según los fogonazos del sol al minuto, que asesta mordiscos en la piel para marcharse de pronto y dejarse ganar por la lluvia gruesa. Y está el cielo denso de nubes de espuma. Y callan por no estallar. Son esos truenos que nos regala el horizonte a la hora de claudicar abril, aquí a la vera de donde el Sil se vuelve vino. Que viene mayo con un calor tan picante que parece hielo. Y empuja la rueda de los días. Y florece, todo florece. Es la explosión que estábamos esperando. La de la luz y los días cada vez más largos y sus atardeceres perezosos, y esas noches cada vez más tibias, en las que me entretengo garabateando últimas voluntades en los dorsos de las servilletas de las terrazas.

Al otro lado de la acequia, flores blancas como sueños anidan en los árboles. Y solo el murmullo del agua, trabajando su caudal, me asusta del miedo a la nada. Ya huele a campo el campo y a tarde la tarde. Es el aroma de la estación, más abajo donde frena el tren que reparte promesas y arrastra rutinas. Que van y vienen ellos con sus trajes, pero acalorados, por estos vaivenes del mercurio, que nos erizan la piel y nos espolean los nervios, o nos hacen sestear a destiempo, si es que alguna hora es mala para entregarse a soñar.

Ya no brillan los campos como ayer, ni gritan las huertas entre la escarcha. Porque ahora el sol de la mañana derrite las primeras promesas, aunque se marche, aunque todo lo mojen estas nubes traidoras. Ya se van los abrigos y se vienen los paseos, largos y lentos, y las charlas en las puertas de los bares. Ya no se busca el calor dentro, porque toda la luz muere en la antesala de los bares, florecen también las terrazas, y se nos despereza la vida social que habíamos dejado extinguirse en los días de las nieves y las antorchas. Y qué descanso esos domingos, como agostos pequeños, con tanto tiempo y tanta luz, y tantas vidas que vivir en cada vida.

Asoman allá al fondo los frutos urgentes de los cerezos, y todas los pétalos blancos, mecidos entre los tonos de verde que menudean las gotas que cede el cielo, a contratiempo. Qué suave el beso de la tarde, al paso del último tren a casa. Qué sincero el abrazo lento del amigo, cuando ya no hay prisa para jurarse lealtades, que el frío no aprieta y la tarde invita a que todo tarde. Y qué belleza en las manos entrelazadas de esos amores jóvenes que se pierden en los parques, con sus promesas de inmortalidad, como estas flores fuertes y vigorosas, que brotan prometiéndose el mar en una canción de Revólver. Son los días de ímpetu, de charla, y de vinos, de amar la vida, de aferrarse al anhelo de todas las ilusiones que se dejan cazar. Hemos sobrevivido a otro invierno. Como héroes de guerra. Así lo gritan las bestias entre los matorrales, con ojos de haber sufrido en la madriguera esos eneros, esos febreros, o aquellos noviembres lúgubres como el cielo de un túnel en vía muerta.

Y cantan pájaros exóticos y coloridos, que no oíamos desde hace un año, encaramados a la última rama del árbol. Y habíamos olvidado ya su charla en los jardines. Esos jilgueros de cien colores, que sólo oímos, que nunca podemos deleitarnos en la belleza queda de su sonrisa. Qué contarán entre las risas de sus flautas, entre los llantos de sus notas dulces, mientras se agitan las lágrimas de los sauces, con los ojos tendidos hasta el suelo, a la brisa suave de esta hora. Es el ruido del mundo al otro lado del mundo. El grito de este abril que se va, pero se va de feria, con grandes pétalos, y morenas como estrellas entretejiendo racimos con sus manos, en la bóveda de guirnaldas verdes y blancas.

Aquí un testigo de los días y las cosas, un servidor de paisajes, un vendedor de verdores, que esculpe versos a ratos, y las más de las veces, cuando arrecia el norte duro, se gira al Este, a escrutar el perfume del campo al punto de una tormenta. Obligado a frenar hoy, a detener la histeria de nuestro siglo en unos párrafos dominicales, y dejar constancia de este sol que dice que va a quedarse, para que vuelvan los parques a ser el centro de las ciudades, y podamos reírnos de las largas despedidas de aquel otoño que se nos hizo témpano sin saber cómo.

Elogio siempre a los locos, a los que enmudecieron tiempo atrás, cuando allá a lo lejos en el monasterio brotaba gregoriano, y hacía de esta postal una estampida al cielo, un torrente de hermosura a dos colores, con la crudeza oscura de las sombras de Caravagio y la luz nerviosa de una borrachera de Vivaldi. Con sus notas viajo al cielo, y regreso entre las aguas, para enlutarme en las esquinas de La vocación, pero después me agarro al vino de la tarde y me bajo a la danza adolescente de Playas de mazarrón, de aquellos veranos en que no dejábamos nunca a Modestia Aparte.

Pronto nos despertaremos del sueño de la primavera entre el calor asfixiante del verano mayor, y serán otros los ojos con los que oteemos los cielos, arañados solo de las blancas estelas de la modernidad y las tarjetas de embarque mordidas por los extremos. Pero hoy, escudriñando cada pliegue de verdes del valle, entre la acuarela difusa del calendario, me rindo a la vida de este abril, casi mayo, que titubeó con las nieves y al fin se nos hizo naranja en vez de blanco, y verde en vez de negro. Se nos hizo un chico grande. Que ya el Cantábrico huele a verano en la bajamar, en los puertos marineros, y de la tierra y los sembrados brotan los primeros vapores estivales, aún lejanos, dicen, pero yo sé que tan cercanos, que nos obligan a atrapar bien fuerte este instante, que dura lo que un relámpago silencioso. Sí, es así. Tal cual lo describió el más grande de los escolios, Gómez Dávila, cuando dejó escrito que la felicidad es solo un instante de silencio entre dos ruidos de la vida. Y es éste y está aquí, con su callada quietud. Lo he encontrado. Y lleva escrito en sus ojos toda su efímera eternidad.

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